bienvenido a la última puerta, más allá solo hay silencio

lunes, 28 de diciembre de 2020

A propósito de Henry Purcell


Mi infancia tiene el sonido de la música clásica. Mi padre me educó de un modo suave en el disfrute de su colección de discos, que crecía lentamente y sin término. Pronto elegí mis favoritos: Tchaikovsky, Rimsky-Korsakoff, Borodin, Smetana, Dvorak, Stravinsky, Gershwin. Algo tuvo que ver la factoría Disney en esas elecciones, sobre todo la película "Fantasía". A Beethoven no lo he incluido en la lista, porque a Beethoven no se le elige, está ahí. Después vino la adolescencia y el espacio de la música clásica fue barrido en mi habitación por otros sonidos. No veía el momento de escuchar los discos de mi padre, porque los Beatles y T. Rex y Suzi Quatro y Joe Cocker y Bob Dylan y tantos otros pedían paso. Ya fue imparable, los malditos años setenta y su deslumbrante aluvión de ritmos que conectaban con mi cerebro moldeable como plastilina me apartaron del barroco y del romanticismo y de cualquier cosa que tuviera siglos de antigüedad. ¿Sinfónico? Ahí estaban Yes, Pink Floyd, Genesis. Adiós Ludwig Van, fue bueno conocerlo, pero un mundo nuevo estaba desbordando mis horas y mis días. 

Hace diecinueve años murió mi padre, y supongo que por el impulso de retenerle, de no dejarle ir del todo, intenté volver a esa música de mi infancia. Fue imposible. Solo me traía tristeza y una invencible melancolía. Sus discos se quedaron en casa de mi madre hasta hace una semana. Ella ya no los escuchaba, ni siquiera conserva el tocadiscos. Ahora están conmigo y mientras les buscaba sitio descubrí una caja sin desprecintar todavía, música coral de Henry Purcell. Imagino que mi padre, que se fue un 14 de diciembre, se la había comprado para regalársela a sí mismo esas navidades a las que no llegó. Diecinueve años después he abierto por él la caja y he puesto el primero de los tres vinilos. Lou Reed había sonado justo antes. Escuchando el "Magnificat" de Purcell sin que se haya borrado todavía el eco del "New York" de Lou, creo que por fin ha llegado el momento de que todas las músicas de mi vida encuentren su hueco en casa.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Y nosotros nos iremos...


Otro año más, la navidad. Conscientemente escribo la palabra con minúsculas, de la misma manera que escribiría “invierno”. La navidad es eso para mí, una breve estación del año, en la que el clima se mide por el calor o el frío del corazón. Recuerdo navidades tempranas y cálidas en las que he puesto el árbol el día de San Nicolás, 6 de diciembre, y otras tardías y heladas en que a regañadientes lo he hecho la misma mañana del 24, fun fun fun. Estas dos semanas son un termómetro de mí mismo y de mi relación con el mundo. Y el tiempo corre.

Me veo con siete años en casa de mi bisabuela, escuchando por primera vez ese villancico: “la nochebuena se viene / la nochebuena se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. La bisabuela Ana había nacido en otro siglo, el diecinueve, y para ella la hoja roja de Delibes no tardaría en aparecer. Está escrito en el Heike Monogatari que en el tañido de la campana del monasterio de Gion resuena la fugacidad de todas las cosas. En aquella lejana tarde de 1968 tal vez escuché yo ese sonido. Campana sobre campana, dice otro villancico. Puede ser. Cada navidad es una arruga más en mi piel, un círculo nuevo en el tronco de un árbol, alguien que ya no está, alguien que antes no estaba. 

Desde hace algunos años la navidad es también escuchar la voz ronca de Dylan cantando “Adeste fideles”, y saber que esa romántica fantasía de los pastorcillos y el pesebre es un episodio en el que no hay ningún dios, que los reyes magos somos nosotros en un viejo sueño y papá noel un señor disfrazado que suspira por un trago al terminar la jornada. Lo único cierto es que la navidad se irá y volverá, y que nosotros nos iremos un día para no volver. 

A veces estoy tan cansado de este ciclo cuyo final desconozco que retraso su inicio, y no compro el tiesto de flores de pascua ni saco a los duendecillos de su caja, y los días pasan. Pero una tarde cualquiera pienso en lo luminoso que será el primer amanecer de enero y entonces todo empieza de nuevo, como el año anterior y el otro y el otro, y el árbol se llena de esferas blancas y rojas. La navidad es también eso, un estado de ánimo, todos los estados de ánimo.