Cumplir 59 años me pareció entonces un momento interesante en mi vida. Era la despedida de la cincuentena. Pero se convirtió en el adiós al futuro: ese mismo día ya se sospechaba que algo iba a suceder, y en los supermercados se vaciaban las estanterías. Hace ya doce meses de eso, de la abdicación de todo plan, de la renuncia a imaginar el mañana, de la cercanía de la soledad, la enfermedad o la muerte. Un año en el que las fronteras se me movieron desde los Pirineos a la Aitana y, durante meses, a la muchamelera colina del Calvari. A veces la frontera era mi propia alma. ¿Quién me ha robado el mes de abril?, cantaba Sabina. Si solo hubiera sido abril... Un amigo me dijo hace poco que tenía la sensación de que nos había sido robado un año entero. Una deidad maligna, los gobiernos, los chinos... da igual, no es necesario buscar culpables, nos falta un año. Voy a entrar ya en los sesenta, una cifra que en mi niñez identificaba yo con la ancianidad. Los Beatles también creían que a partir de esa edad la vida era otra: when I get older, losing my hair. Hoy miro atrás, a este año robado, busco algo en él que quiera recordar y me veo como Woody Allen recitando ante un magnetófono mis razones: el ruido de la llave cuando ella llegaba a casa, el libro que escribí mojando cada frase en el vaso de whisky, la voz de mis amigos al teléfono lejos de mí y tan cerca, un ramo de novia con flores cogidas del jardín una noche sin luna, la última cerveza junto a un hombre bueno. Mientras esas cosas sucedían y otras dejaban de suceder, el mundo siguió girando y desde mi ventana cada atardecer era diferente.