Hace ya catorce años que volví a la Universidad, un cuarto de siglo después de haberme ido. Los universitarios salpicaban las cespederas de una ciudad en miniatura, y en un rincón del inmenso parque encontré los viejos barracones militares donde nosotros subrayábamos el Kunkel y el Castán, pero el resto de edificios eran nuevos, muy nuevos. Incluso el viejo aeroclub, donde pasábamos la hora de historia del derecho entre cafés, copas de magno y partidas de flipper, estaba cambiado y no había ni rastro de la pista de aterrizaje. Si en aquellos felices años ochenta la conciencia de futuro había sido un lujo que no nos
permitíamos, en este nuevo escenario la sola idea
de futuro es un imposible, una herejía: no hay futuro cuando hay tanto
presente. En lo académico,