bienvenido a la última puerta, más allá solo hay silencio

miércoles, 20 de noviembre de 2024

La tía Paquita

 

Paquita y la abuela Remedios eran hermanas, pero nadie lo habría dicho. Paquita era soltera vocacional. Su vocación había nacido de un desengaño amoroso en su juventud: fue en los tiempos del charlestón, que no se le daba nada mal. Hasta ganó un concurso. Pero eso quedaba muy lejos. Ya no le gustaba ir de fiesta, ni involucrarse en nada que no fuera su vida sencilla. Su mundo estaba formado por cuatro calles de Alicante y por su familia, que éramos sus sobrinos, donde quiera que estuviéramos: los de esta tierra, los de Barcelona, los del Canadá. Las pocas veces que salió de viaje llegó siempre a la misma conclusión: cualquier parte del mundo exterior no era sino carrers i cases, com tots els puestos.

Con mi abuela no se entendía, y durante años no se hablaron. Los domingos se sentaban a la mesa en casa de mis padres y no se dirigían la palabra en toda la comida; si no había más remedio, lo hacían por medio de otros. Algún día, como si no fuera nada excepcional, volvieron a hablarse: de esa época guardo una fotografía en la que posan juntas conmigo en la galería del viejo inmueble de la calle Capitán Segarra, en la esquina con Juan de Herrera. Mis abuelos vivían en el tercero centro, y mi bisabuela, con el tío Manolo y la tía Paquita, en el tercero izquierda. En el tercero derecha, el escultor Adrián Carrillo. Allí pasé momentos muy felices de mi infancia, supe que jamás aprendería a tocar el piano, me entretuve viendo desde lo alto las ratas que corrían por el almacén de la planta baja, dormí en la sima profunda del colchón de borra, y me enteré de la muerte de Franco, entre tantos otros recuerdos.

Los miércoles, recién nacida mi hija, venía Paquita a verla y comía con nosotros arroz al horno, y era entonces cuando todo el siglo XX iba cobrando vida en sus palabras: el Paseo de la Reina, la Plaza de las Barcas, la Plaza de la Viña, los Baños del Postiguet, tantos lugares y tantas historias. Nos legó sus álbumes de antiquísimas fotografías, pero cuando ella se fue, esas imágenes quedaron sin vida.

viernes, 11 de octubre de 2024

Toboganes


Un día ya lejano, viendo a los niños jugar en el parque, me dio por pensar que la vida es un tobogán: se suben los peldaños, paso a paso, y después se desciende sin etapas, velozmente. Habían quedado atrás mis años escolares, todo aquello que había empezado una mañana desapacible, como eran las mañanas de octubre de mi infancia. Recordé entonces cómo mi madre me abrochaba el uniforme del colegio en el salón de casa, y que con ese gesto era yo expulsado del paraíso y empujado a una larga travesía para ocupar un sitio en el mundo de los adultos. Subí al autobús y no recuerdo más de ese día.

Diez años repetí el rito, diez años cogí el autobús el primer día de curso y volví a la gran casa que fue para mí el colegio, siempre con ansiedad, con la emoción del reencuentro, con la incertidumbre y, también, el temor hacia lo nuevo, a descubrir la verdad de los mitos: ese inquietante señor Ramos del que nos habían hablado los alumnos mayores, el Padre Sansalvador vigilando los comedores y obligando a vaciar los platos, las matemáticas modernas, el Padre Mañes como una sombra en los pasillos. Mientras profesores y curas se sucedían unos a otros, nosotros éramos - caídos aparte - siempre los mismos. Nos conocimos con pantalón por encima de la rodilla y pelo corto; coincidíamos años más tarde en los lavabos o en la montaña o en la trasera de los últimos campos, fumando a escondidas; nos despedimos con vaqueros y pelo largo, algunos ya con novia.

De los primeros años, la Primaria, me queda sobre todo la imagen del recreo, un bullir desmesurado de niños con delantal a rayas jugando varios partidos de fútbol a la vez en cada campo; haciendo cola para beber en las fuentes; corriendo hacia el edificio al oír la sirena para formar al estilo militar. Los castigados daban vueltas en fila por la acera durante el tiempo de recreo. Me queda también la luminosidad del último día de clase, respirando verano. Todos, sin excepción, nos llamábamos unos a otros por el apellido, pero cuando llegamos al bachillerato no solo nos llamábamos por nuestros nombres de pila sino que tuteábamos a los profesores y los llamábamos también a ellos por sus nombres. Algunos curas nos trajeron filosofía y marxismo en el mismo cesto que la espiritualidad, pero para nosotros acabaron siendo más fuertes el rock'n'roll, la cerveza y las motos. Cuando me fui, el viento estaba cambiando otra vez, pero para entonces teníamos ya nuestra propia música en los oídos.

El último año teníamos las tardes libres, y las pasé en el barrio antiguo, a medio camino entre el "Bar Luis" y "El loro", con Fernando Arenas y Antonio Soria. Bebimos muchos litros de cerveza y mucho ron negrita con coca-cola, y probamos unas cuantas cosas. Jugábamos a ser librepensadores (qué tontería, al hacerlo dejábamos de ser libres, nos atábamos a un concepto). Filosofábamos sobre cualquier cosa, coqueteábamos indistintamente con la religión y con el ateísmo y, al menos hasta la primavera, no caímos en la trampa de enamorarnos. La vuelta a casa por la cuesta de la calle Villavieja abría un espacio inmenso hacia el cielo, y se dejaba sentir el mar antes de verlo. Teníamos toda la vida por delante y nos gustaba. Estábamos, sin saberlo, en lo alto del tobogán.

lunes, 12 de agosto de 2024

Descubrimientos

No me mostraba yo entusiasmado por la idea de convertirme en abuelo, ni siquiera aunque llevara la etiqueta de abuelo joven. Pensaba yo que los nietos, por mucho que exista la confluencia de sangres, son cosa de sus padres, que con ellos establecen los lazos verdaderos, de amor siempre al principio, de confrontación más tarde. Esto fue hace dos años, y estaba equivocado. Me lo dijo mi amigo Javier Arenas, una noche de verano, con una precisión que nace de la simplicidad del concepto: de los padres son los hijos, los nietos son de los abuelos. Hoy, cuando veo la silla vacía junto a la hortensia, se me viene de golpe lo vivido en los últimos meses de convivencia con mis nietas, una recién nacida, la otra recién despertada al mundo. Vinieron a finales de mayo, con el sol en Géminis, y se han ido esta mañana, y en este tiempo he descubierto un modo distinto y compartido de felicidad.

Asistir al nacimiento del lenguaje, de la expresión de los deseos y de los pensamientos, es siempre motivo de asombro, no importa si has participado en el mismo fenómeno ya antes. Lo que viste entonces estaba contaminado, eras parcial en la reivindicación de cada progreso, como si fuera tuyo, como si te prolongaras en esa criatura en la que reconocías tus rasgos. Ahora es diferente, lo vives de la misma manera que cuando observas un amanecer o una flor que se abre. Alguien te habla por primera vez, y a lo largo de las semanas, ese discurso se alimenta del tuyo, y se amplía, y es capaz de señalar la luna y las estrellas, el ruido de un motor o el ladrido de un perro, el llanto de su hermana, la siguiente ola que rompe en el mar de agosto. Te pide silencio llevando su dedo a los labios o te coge la mano para subir una escalera. Descubres a una persona que empieza a descubrir que algún día será como tú, que copia tus gestos y tus reacciones, que busca tu complicidad a cada paso y se apropia de tu cariño, y todavía cree que el mundo es un lugar donde jugar. Solo tiene dos años y todavía no conoce a su dios, no tiene ideología, no sabe que existe el mal. En este momento mágico de su vida solo tienen cabida el amor y un inocente egoísmo. Sus días de infancia transcurren ante mis ojos, y me digo que cada descubrimiento maravillado es lo que la distingue de nosotros. En sus ojos que se miran en los espejos recupero fugazmente lo que ya no veo en mí cuando me miro. 



jueves, 25 de abril de 2024

Cometas

 

En estos días anda otro cometa por los cielos y no soy capaz de verlo. Está nublado. Tampoco sabría decir cuál es: los cometas, astros tan misteriosos y fascinantes, están bautizados con nombres vulgares, uno o dos apellidos de astrónomos que un día reclamaron su fama. No sé cuántos he visto en mi vida, quizá media docena desde que siendo niño mi padre me señaló el primero, un atardecer en la playa. Los cielos de mi infancia son los de un verano interminable. Siempre quise volver a ellos. Tal vez fuera por esa querencia que aproveché las Hogueras de 1993 y huí de la ciudad para siempre. Todavía no teníamos cortinas, nos faltaban muebles, pero bastó el canto de un gallo en el primer amanecer para saber que no había regreso posible. Ese primer verano, leyendo en el porche a Bradbury, y a Clarke, y a Asimov, bajo un mar de constelaciones que no había visto desde muchos años atrás, volví a ese mundo añorado y fui feliz.

Desde entonces no he dejado de reencontrarme con el misterio. Hay un secreto indescifrable en los rosales que brotan, en las primeras mariposas, en los grillos que se dejan oír de nuevo en el estío, en los árboles que pierden sus hojas en septiembre. Hay una rutina gozosa en las fases de la luna y en el caminar obediente de los planetas por el cielo; hay, sobre todo, una apoteosis de estrellas que se suceden a través de las estaciones, haciéndonos renovar la perplejidad de los hombres que nos precedieron y atribuyeron nombres fabulosos y mágicos a todo aquello que no podían comprender. Amar la vida por sí misma, sentir los ciclos de la naturaleza, mirar al cielo y descubrir miles de estrellas, tales parece que sean ejercicios fútiles, y sin embargo ¿no encierran en ellos más verdad que toda una filosofía?

 


jueves, 14 de marzo de 2024

Es vida y solo vida


Hace décadas - había cumplido los veintiuno ese año - anoté mentalmente que mi vida era una sucesión de trenes y hospitales. No sé si era el inicio de un poema que nunca llegué a escribir, o si lo había leído en algún libro. Entonces leía mucho, también en los ferrocarriles y en las salas de espera. Es posible que ese pensamiento no fuera enteramente mío, pero me pertenecía. Hoy sigo pensando que la vida, la mía, en cierto modo es eso, un itinerario en el que en las estaciones hay raíles a veces y a veces batas blancas.

Son tan diferentes, las estaciones. Subir a un tren supone un destino conocido, una voluntad de llegar a algún lugar, un propósito. Mientras el paisaje va cambiando a su paso, la sensación de estar en el sitio en el que quiero estar permanece conmigo, la certeza de lo que voy a encontrar vence a cualquier incógnita, la arrastra fuera de mi agenda, me dice que la crónica de mis días la escribo la noche antes y no hago sino aventurarme por la vida para leerla. A veces leo en los trenes, y a veces escribo. Una vez, en un viaje de ida y vuelta a Madrid escribí diez canciones, un disco entero. Sentí que debía hacerlo, solo porque nunca antes lo había hecho. Eduardo Herrero le encontró la música a algunas de ellas. En los trenes la vida encuentra caminos insospechados.

Nada de eso sucede en los hospitales. La incertidumbre es la ley, el miedo es un compañero silencioso. No existen las intenciones sino las plegarias, oraciones mudas que se transparentan en el gesto. Al cruzar la puerta de un hospital se va en busca del destino sin saber nunca qué se encontrará, y entre paredes blancas el azar tira una y otra vez los dados. Todas las emociones caben allí, todas las jugadas de la suerte. A lo largo de las horas, tiempo infinito y resignado, la vida queda entre paréntesis y solo al final, en un papel en el que las palabras encierran significados a menudo indescifrables, está sellado el veredicto, la posibilidad de una prórroga más. Desde que nacemos se nos renueva el plazo y en los hospitales lo confirmamos.

El sábado bajé en Chamartín una vez más, visité a mi nieta recién nacida. Ayer cumplí sesenta y tres años. En los andenes de las estaciones y en los pasillos de los hospitales escribe todavía la vida nuevos capítulos.