Desde su pequeño pueblo de casas blancas en La Alpujarra, rodeado de montañas, África era solo un nombre. Un día embarcaron y no dejaron nada tras de ellos, salvo recuerdos. Criaron a sus hijos en tierra africana, sin ninguna intención de regresar, y comerciaban con pimentón, cuyo color se confundía con el de los atardeceres. El sol que enjalbegaba Orán les bendecía, el cielo era más azul y el horizonte lo silueteaban minaretes y palmeras. Habían aprendido otra lengua, bebían aperitivos desconocidos en España, y sus hijos contrajeron matrimonio pronunciando los votos en francés, y condujeron automóviles que ellos nunca antes habían visto. La tercera generación nació ya en aquellas tierras, se asentó en Marruecos, y no supo que había estallado una guerra porque allí no pasó de ser titulares en los periódicos. Sus abuelos, al emigrar desde la España miserable y sin futuro del cambio de siglo, se habían instalado en el jardín del Edén. Un día, todavía lejano, sus descendientes serían expulsados de él, porque no hay paraísos que duren.
Habían cambiado muchas cosas en algo más de medio siglo. Casablanca, Casá, como la llamaban en su natural afrancesamiento, había dejado de ser una ciudad colonial al gusto europeo. Rick el americano y su café no existían, nunca existieron. Ingrid Bergman era solo la fantasía de un recuerdo. Al otro lado del Mediterráneo, España quería parecerse a Europa. Ellos, entre medio de dos mundos, se vieron obligados a elegir. Alicante fue el puerto por el que entraron a una nueva vida que nunca había estado en sus planes. La ciudad levantina, herida de luz blanca y sombreada de palmeras, les recordaba África. Habían vendido sus propiedades y aparecieron en la nueva tierra prometida con sus grandes maletas y sus baúles, los saldos de sus cuentas bancarias y un pasado retratado en blanco y negro. En sus nuevas casas nunca dejaron de tomar Pernod a la hora del aperitivo y las mujeres cocinaban cuscús los fines de semana. En la terraza de la cafetería Miami se les veía a los mayores, los primeros que nacieron en África, hablando de negocios y de inversiones. Con sus saharianas de grandes bolsillos y sus sombreros de paja, repeinados con colonia y fumando cigarros habanos, eran supervivientes de un pasado que solo a ellos concernía. Como si fueran espíritus errantes, miembros de un linaje señalado para vagar por mundos siempre cambiantes, la nostalgia vencía en ellos a la melancolía que a veces asomaba a sus ojos.
In memoriam Angelita Ribes (Uxda, 2 diciembre, 1931 - Alicante, 24 septiembre, 2016)
