No es posible recordar la infancia sin
revivir el Día de Reyes. Desde que empecé a ir al colegio, y ante la refinada
crueldad que llevaba consigo hacer llegar a un niño los juguetes justo el día
antes de terminar las vacaciones, mis padres adoptaron la sabia decisión de
trasladar el acontecimiento al día de Navidad. Pero eso sí, seguían siendo los
Reyes Magos: la tradición española revestida del mínimo pero necesario cambio.
De modo que la Nochebuena fue, a partir de ese momento, una noche más feliz si
cabe. La cena, en casa de mis abuelos paternos – o sea, en el piso de abajo –
terminaba a una hora temprana, y mi hermano y yo nos dormíamos pensando
ya en despertarnos y correr al salón. No pocas veces creíamos oír el paso de
los camellos por la calle, y cualquier pequeño ruido en la casa nos hacía
sospechar que quizá los reyes o los pajes estaban ya cumpliendo con su
cometido. A la mañana siguiente, el salón estaba lleno de paquetes y, todavía
en pijama, buscábamos cada uno los nuestros. Nunca nos dimos cuenta de que la
esmerada caligrafía de las etiquetas era muy parecida a la letra de nuestro
padre.
Andaba
yo por los seis o siete años, cuando escribí una carta a los Reyes que abarcaba
una lista demasiado larga de peticiones, y mi padre me explicó lo inevitable:
que esos juguetes los tenía que comprar él. No sufrí, que yo recuerde, trauma
alguno, y me parece que más que una desilusión fue un simple recorte en las
expectativas de ese año. Como mi hermano no estaba en edad de saberlo, seguimos
jugando el juego, e incluso cuando él también fue llamado a la realidad nos
divertía proceder según el mismo ritual de los años precedentes. Mi padre
añadía algún toque de humor, como firmar las notas con los nombres “Melchor,
Gaspar y Papasar”.
Tíovivo de la Plaza Séneca, Alicante, 2018
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