Svínafellsjökull, Sur de Islandia, 27 junio, 2011
No siempre un glaciar es algo lejano,
inaccesible. La lengua de Svínafellsjökull se te ofrece a cinco minutos a pie desde
la Ring Road ,
la carretera principal de Islandia. Nada más llegar un ruido sordo nos avisa:
un bloque de hielo acaba de desgajarse y caer al agua de la laguna. Un sendero
de montaña y, al poco, el glaciar queda a nuestros pies, extrañamente teñido de
gris oscuro casi negro. Estamos a finales de junio y la erupción del volcán
Grímsvötn en mayo ha cubierto de ceniza la superficie del hielo. Así seguirá
hasta las nieves del próximo invierno. No importa el color, estar tan a mano de
la gigantesca extensión helada perturba el ánimo. Su falsa quietud, su
descomunal grandeza. Aquí se perdieron hace cinco años dos jóvenes alemanes, a
los que una estela de piedra recuerda. Nunca los encontraron, el glaciar nunca
devuelve a sus muertos. Alguna grieta los engulló, y tal vez formen parte de él
por incontables años, o quizá fueron arrastrados hasta el río subterráneo que
fluye bajo el hielo. Un arco iris, en este atardecer sin tiempo, abre a lo
lejos el camino hacia la cumbre más elevada de la isla, por encima de los dos
mil metros y siempre blanca. Es hora de regresar.
(Diarios de viaje. Juan J. Vicedo)
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