Cuando nos conocimos, los dos habíamos dejado atrás relaciones efímeras y luminosas, que nacieron y murieron en el verano. Una noche de diciembre frente al mar, con sabor a ginebra barata en los labios, juntamos nuestras soledades. Ella era menor de edad, solo por dos días. Aquellas miradas que cruzamos, cargadas de otoño, y aquel beso, iniciaron un camino que duró treinta y cinco años. A veces pienso que no terminó, ni siquiera ahora que ella ya no está. El día en que decidimos separarnos nos dijimos que nada iba a enterrar el pasado. Los viernes me pasaba por su casa, la que había sido también mía, y tomábamos el té. Ella venía a la mía con cualquier excusa, o sin ninguna. Una mañana en que le llevé algo de compra me dijo: "No sabes lo tranquila que estoy desde que te fuiste". Sonreí. Habíamos hecho bien. Nuestras vidas habían llegado a estar tan entrelazadas que corríamos el riesgo de estrangularlas.
Yo no sería quien soy si no la hubiera conocido, si aquella noche en la cala no hubiéramos sellado un pacto silencioso. Con ella viví otra vida que no era la que yo sospechaba, me quité mi vieja camisa de adolescente, la cambié por otra. No fui quien era, fui otro, y me gustó serlo. Pero tampoco sería quien soy si hubiéramos seguido juntos. Ya no buscábamos lo mismo.
Cuatro años después del día en que me llevé mi ropa, los discos y algunos libros, la furia ciega de un dios borracho arrasó su cerebro. Tardó cinco meses en recuperar de algún recóndito pliegue las palabras, reconstruir el lenguaje, aprender de nuevo a leer y a escribir, a caminar sin caerse, a utilizar el mando del televisor. Fue un espejismo. Seis meses más tarde, otra tormenta eléctrica la alejó de sí misma. Poco a poco sus neuronas fueron apagándose como estrellas en un cielo brumoso. Hoy habría cumplido sesenta y dos años, le faltaron tres semanas. Es fácil pensar que se fue demasiado pronto. Sin embargo nada dejó inconcluso: cuanto quiso lo hizo, cuanto se propuso lo cumplió. Vivió deprisa, adelantó a todos, y entonces, en sus últimos años, hizo de su vida contemplación y serenidad. De esa manera se fue, serena y en paz, un domingo de madrugada, con el Sol en Sagitario y la Luna en Géminis, la misma posición de los astros que el día en que nació. Me lo dijo Luis Cremades, que sabe de estas cosas, y también me dijo que quizá ella, sin saberlo, sintió que era el momento de cerrar su ciclo. Ahora Anita está en otro modo de existencia, y la mirada del Buda ilumina sus días y sus noches.