Le visité por última vez a primeros de noviembre y me recibió en batín. No era la primera vez que lo hacía, ni esperaba yo otra cosa. Diría incluso que no me habría gustado que prescindiera de ese detalle hogareño con el que me invitaba a compartir su intimidad. Le conocía desde siempre, desde antes de saber quién era y cuál era su nombre. Era amigo íntimo de mi padre y era frecuente verle por casa los sábados, cuando se reunían los tres juanes y sus esposas para salir a cenar. Desde niño, cuando les escuchaba a ellos dos percibía que hablaban de cosas distintas a las que aparecían en las conversaciones de los demás. Sonaban en mis oídos nombres propios que poco a poco empecé a relacionar con las artes, la literatura, la Historia. Más tarde, en la adolescencia buscaba quedarme cerca de su charla, fascinado por el mundo que aparecía en una novela que habían leído, en una obra de teatro a la que habían asistido, en el último disco que habían comprado, el concierto de entre semana o la película de estreno del Avenida o, si era de las llamadas de arte y ensayo, del Casablanca. Max Ophuls y Stefan Zweig eran objeto de admiración a la par que John Ford y John Wayne, Zoltán Kodály, Sibelius o Penderecki. La vida es sueño y Seis personajes en busca de autor empezaron a serme igual de familiares que las historias de boxeo de Arthur Conan Doyle. Un día, andaba yo todavía en el bachillerato, el otro Juan leyó un relato mío y me escribió una carta entrañable, en la que me animaba a seguir escribiendo y se permitía recordarme que para Stendhal, al que él leía en francés, la crudeza era un defecto de estilo. No he dejado de tener presente su recomendación, cada vez más.
Siempre conocí a Juan viviendo en la misma casa, frente a la antigua lonja del Mercado Central. Rodeado de libros y discos, era el vivo ejemplo de que no es necesario recorrer el mundo para ensanchar el conocimiento. Aquella última vez, sentados en su balcón, junto al bonsai, hablamos de una novela de Maurois que los dos nos sabíamos casi de memoria y de la que él tenía distintas ediciones, algunas de ellas en lengua francesa. Me había contado que fue mi padre, en sus años jóvenes, quien le transmitió la pasión por los libros y la música, y de ese modo, décadas después, descubrí un vínculo que me acercaba todavía más a él, al otro Juan. Recordamos aquellos años oscuros en los que en el salón de mi casa paterna comentaban ellos dos las teorías económicas de Ramón Tamames, en voz baja, por supuesto, no les fueran a oír las paredes. Esa mañana de sábado, antes de irme, me leyó un capítulo de "Autobiografía sin mí", un libro de Aramburu traspasado de añoranza y de mortalidad. Yo le leí un apunte mío en torno a mi tía Paquita, que vivió en la misma calle que él prácticamente toda su vida. Juan me señaló cómo a partir de cierta edad empieza a ocupar sitio en nuestro interior la nostalgia del tiempo pasado. Nos miramos en silencio. No sabíamos que nos estábamos despidiendo.
In memoriam Juan Padilla
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