Paquita y la abuela Remedios eran
hermanas, pero nadie lo habría dicho. Paquita era soltera vocacional. Su
vocación había nacido de un desengaño amoroso en su juventud: fue en los
tiempos del charlestón, que no se le daba nada mal. Hasta ganó un concurso.
Pero eso quedaba muy lejos. Ya no le gustaba ir de fiesta, ni involucrarse en
nada que no fuera su vida sencilla. Su mundo estaba formado por cuatro calles
de Alicante y por su familia, que éramos sus sobrinos, donde quiera que
estuviéramos: los de esta tierra, los de Barcelona, los del Canadá. Las pocas
veces que salió de viaje llegó siempre a la misma conclusión: cualquier parte
del mundo exterior no era sino carrers i cases, com tots els puestos.
Con mi abuela no se entendía, y durante años no se hablaron. Los domingos se sentaban a la mesa en casa de mis padres y no se dirigían la palabra en toda la comida; si no había más remedio, lo hacían por medio de otros. Algún día, como si no fuera nada excepcional, volvieron a hablarse: de esa época guardo una fotografía en la que posan juntas conmigo en la galería del viejo inmueble de la calle Capitán Segarra, en la esquina con Juan de Herrera. Mis abuelos vivían en el tercero centro, y mi bisabuela, con el tío Manolo y la tía Paquita, en el tercero izquierda. En el tercero derecha, el escultor Adrián Carrillo. Allí pasé momentos muy felices de mi infancia, supe que jamás aprendería a tocar el piano, me entretuve viendo desde lo alto las ratas que corrían por el almacén de la planta baja, dormí en la sima profunda del colchón de borra, y me enteré de la muerte de Franco, entre tantos otros recuerdos.
Los miércoles, recién nacida mi hija, venía Paquita a verla y comía con nosotros arroz al horno, y era entonces cuando todo el siglo XX iba cobrando vida en sus palabras: el Paseo de la Reina, la Plaza de las Barcas, la Plaza de la Viña, los Baños del Postiguet, tantos lugares y tantas historias. Nos legó sus álbumes de antiquísimas fotografías, pero cuando ella se fue, esas imágenes quedaron sin vida.