bienvenido a la última puerta, más allá solo hay silencio

miércoles, 20 de noviembre de 2024

La tía Paquita

 

Paquita y la abuela Remedios eran hermanas, pero nadie lo habría dicho. Paquita era soltera vocacional. Su vocación había nacido de un desengaño amoroso en su juventud: fue en los tiempos del charlestón, que no se le daba nada mal. Hasta ganó un concurso. Pero eso quedaba muy lejos. Ya no le gustaba ir de fiesta, ni involucrarse en nada que no fuera su vida sencilla. Su mundo estaba formado por cuatro calles de Alicante y por su familia, que éramos sus sobrinos, donde quiera que estuviéramos: los de esta tierra, los de Barcelona, los del Canadá. Las pocas veces que salió de viaje llegó siempre a la misma conclusión: cualquier parte del mundo exterior no era sino carrers i cases, com tots els puestos.

Con mi abuela no se entendía, y durante años no se hablaron. Los domingos se sentaban a la mesa en casa de mis padres y no se dirigían la palabra en toda la comida; si no había más remedio, lo hacían por medio de otros. Algún día, como si no fuera nada excepcional, volvieron a hablarse: de esa época guardo una fotografía en la que posan juntas conmigo en la galería del viejo inmueble de la calle Capitán Segarra, en la esquina con Juan de Herrera. Mis abuelos vivían en el tercero centro, y mi bisabuela, con el tío Manolo y la tía Paquita, en el tercero izquierda. En el tercero derecha, el escultor Adrián Carrillo. Allí pasé momentos muy felices de mi infancia, supe que jamás aprendería a tocar el piano, me entretuve viendo desde lo alto las ratas que corrían por el almacén de la planta baja, dormí en la sima profunda del colchón de borra, y me enteré de la muerte de Franco, entre tantos otros recuerdos.

Los miércoles, recién nacida mi hija, venía Paquita a verla y comía con nosotros arroz al horno, y era entonces cuando todo el siglo XX iba cobrando vida en sus palabras: el Paseo de la Reina, la Plaza de las Barcas, la Plaza de la Viña, los Baños del Postiguet, tantos lugares y tantas historias. Nos legó sus álbumes de antiquísimas fotografías, pero cuando ella se fue, esas imágenes quedaron sin vida.

viernes, 11 de octubre de 2024

Toboganes


Un día ya lejano, viendo a los niños jugar en el parque, me dio por pensar que la vida es un tobogán: se suben los peldaños, paso a paso, y después se desciende sin etapas, velozmente. Habían quedado atrás mis años escolares, todo aquello que había empezado una mañana desapacible, como eran las mañanas de octubre de mi infancia. Recordé entonces cómo mi madre me abrochaba el uniforme del colegio en el salón de casa, y que con ese gesto era yo expulsado del paraíso y empujado a una larga travesía para ocupar un sitio en el mundo de los adultos. Subí al autobús y no recuerdo más de ese día.

Diez años repetí el rito, diez años cogí el autobús el primer día de curso y volví a la gran casa que fue para mí el colegio, siempre con ansiedad, con la emoción del reencuentro, con la incertidumbre y, también, el temor hacia lo nuevo, a descubrir la verdad de los mitos: ese inquietante señor Ramos del que nos habían hablado los alumnos mayores, el Padre Sansalvador vigilando los comedores y obligando a vaciar los platos, las matemáticas modernas, el Padre Mañes como una sombra en los pasillos. Mientras profesores y curas se sucedían unos a otros, nosotros éramos - caídos aparte - siempre los mismos. Nos conocimos con pantalón por encima de la rodilla y pelo corto; coincidíamos años más tarde en los lavabos o en la montaña o en la trasera de los últimos campos, fumando a escondidas; nos despedimos con vaqueros y pelo largo, algunos ya con novia.

De los primeros años, la Primaria, me queda sobre todo la imagen del recreo, un bullir desmesurado de niños con delantal a rayas jugando varios partidos de fútbol a la vez en cada campo; haciendo cola para beber en las fuentes; corriendo hacia el edificio al oír la sirena para formar al estilo militar. Los castigados daban vueltas en fila por la acera durante el tiempo de recreo. Me queda también la luminosidad del último día de clase, respirando verano. Todos, sin excepción, nos llamábamos unos a otros por el apellido, pero cuando llegamos al bachillerato no solo nos llamábamos por nuestros nombres de pila sino que tuteábamos a los profesores y los llamábamos también a ellos por sus nombres. Algunos curas nos trajeron filosofía y marxismo en el mismo cesto que la espiritualidad, pero para nosotros acabaron siendo más fuertes el rock'n'roll, la cerveza y las motos. Cuando me fui, el viento estaba cambiando otra vez, pero para entonces teníamos ya nuestra propia música en los oídos.

El último año teníamos las tardes libres, y las pasé en el barrio antiguo, a medio camino entre el "Bar Luis" y "El loro", con Fernando Arenas y Antonio Soria. Bebimos muchos litros de cerveza y mucho ron negrita con coca-cola, y probamos unas cuantas cosas. Jugábamos a ser librepensadores (qué tontería, al hacerlo dejábamos de ser libres, nos atábamos a un concepto). Filosofábamos sobre cualquier cosa, coqueteábamos indistintamente con la religión y con el ateísmo y, al menos hasta la primavera, no caímos en la trampa de enamorarnos. La vuelta a casa por la cuesta de la calle Villavieja abría un espacio inmenso hacia el cielo, y se dejaba sentir el mar antes de verlo. Teníamos toda la vida por delante y nos gustaba. Estábamos, sin saberlo, en lo alto del tobogán.

lunes, 12 de agosto de 2024

Descubrimientos

No me mostraba yo entusiasmado por la idea de convertirme en abuelo, ni siquiera aunque llevara la etiqueta de abuelo joven. Pensaba yo que los nietos, por mucho que exista la confluencia de sangres, son cosa de sus padres, que con ellos establecen los lazos verdaderos, de amor siempre al principio, de confrontación más tarde. Esto fue hace dos años, y estaba equivocado. Me lo dijo mi amigo Javier Arenas, una noche de verano, con una precisión que nace de la simplicidad del concepto: de los padres son los hijos, los nietos son de los abuelos. Hoy, cuando veo la silla vacía junto a la hortensia, se me viene de golpe lo vivido en los últimos meses de convivencia con mis nietas, una recién nacida, la otra recién despertada al mundo. Vinieron a finales de mayo, con el sol en Géminis, y se han ido esta mañana, y en este tiempo he descubierto un modo distinto y compartido de felicidad.

Asistir al nacimiento del lenguaje, de la expresión de los deseos y de los pensamientos, es siempre motivo de asombro, no importa si has participado en el mismo fenómeno ya antes. Lo que viste entonces estaba contaminado, eras parcial en la reivindicación de cada progreso, como si fuera tuyo, como si te prolongaras en esa criatura en la que reconocías tus rasgos. Ahora es diferente, lo vives de la misma manera que cuando observas un amanecer o una flor que se abre. Alguien te habla por primera vez, y a lo largo de las semanas, ese discurso se alimenta del tuyo, y se amplía, y es capaz de señalar la luna y las estrellas, el ruido de un motor o el ladrido de un perro, el llanto de su hermana, la siguiente ola que rompe en el mar de agosto. Te pide silencio llevando su dedo a los labios o te coge la mano para subir una escalera. Descubres a una persona que empieza a descubrir que algún día será como tú, que copia tus gestos y tus reacciones, que busca tu complicidad a cada paso y se apropia de tu cariño, y todavía cree que el mundo es un lugar donde jugar. Solo tiene dos años y todavía no conoce a su dios, no tiene ideología, no sabe que existe el mal. En este momento mágico de su vida solo tienen cabida el amor y un inocente egoísmo. Sus días de infancia transcurren ante mis ojos, y me digo que cada descubrimiento maravillado es lo que la distingue de nosotros. En sus ojos que se miran en los espejos recupero fugazmente lo que ya no veo en mí cuando me miro. 



jueves, 25 de abril de 2024

Cometas

 

En estos días anda otro cometa por los cielos y no soy capaz de verlo. Está nublado. Tampoco sabría decir cuál es: los cometas, astros tan misteriosos y fascinantes, están bautizados con nombres vulgares, uno o dos apellidos de astrónomos que un día reclamaron su fama. No sé cuántos he visto en mi vida, quizá media docena desde que siendo niño mi padre me señaló el primero, un atardecer en la playa. Los cielos de mi infancia son los de un verano interminable. Siempre quise volver a ellos. Tal vez fuera por esa querencia que aproveché las Hogueras de 1993 y huí de la ciudad para siempre. Todavía no teníamos cortinas, nos faltaban muebles, pero bastó el canto de un gallo en el primer amanecer para saber que no había regreso posible. Ese primer verano, leyendo en el porche a Bradbury, y a Clarke, y a Asimov, bajo un mar de constelaciones que no había visto desde muchos años atrás, volví a ese mundo añorado y fui feliz.

Desde entonces no he dejado de reencontrarme con el misterio. Hay un secreto indescifrable en los rosales que brotan, en las primeras mariposas, en los grillos que se dejan oír de nuevo en el estío, en los árboles que pierden sus hojas en septiembre. Hay una rutina gozosa en las fases de la luna y en el caminar obediente de los planetas por el cielo; hay, sobre todo, una apoteosis de estrellas que se suceden a través de las estaciones, haciéndonos renovar la perplejidad de los hombres que nos precedieron y atribuyeron nombres fabulosos y mágicos a todo aquello que no podían comprender. Amar la vida por sí misma, sentir los ciclos de la naturaleza, mirar al cielo y descubrir miles de estrellas, tales parece que sean ejercicios fútiles, y sin embargo ¿no encierran en ellos más verdad que toda una filosofía?

 


jueves, 14 de marzo de 2024

Es vida y solo vida

Hace décadas - había cumplido los veintiuno ese año - anoté mentalmente que mi vida era una sucesión de trenes y hospitales. No sé si era el inicio de un poema que nunca llegué a escribir, o si lo había leído en algún libro. Entonces leía mucho, también en los ferrocarriles y en las salas de espera. Es posible que ese pensamiento no fuera enteramente mío, pero me pertenecía. Hoy sigo pensando que la vida, la mía, en cierto modo es eso, un itinerario en el que en las estaciones hay raíles a veces y a veces batas blancas.

Son tan diferentes, las estaciones. Subir a un tren supone un destino conocido, una voluntad de llegar a algún lugar, un propósito. Mientras el paisaje va cambiando a su paso, la sensación de estar en el sitio en el que quiero estar permanece conmigo, la certeza de lo que voy a encontrar vence a cualquier incógnita, la arrastra fuera de mi agenda, me dice que la crónica de mis días la escribo la noche antes y no hago sino aventurarme por la vida para leerla. A veces leo en los trenes, y a veces escribo. Una vez, en un viaje de ida y vuelta a Madrid escribí diez canciones, un disco entero. Sentí que debía hacerlo, solo porque nunca antes lo había hecho. Eduardo Herrero le encontró la música a algunas de ellas. En los trenes la vida encuentra caminos insospechados.

Nada de eso sucede en los hospitales. La incertidumbre es la ley, el miedo es un compañero silencioso. No existen las intenciones sino las plegarias, oraciones mudas que se transparentan en el gesto. Al cruzar la puerta de un hospital se va en busca del destino sin saber nunca qué se encontrará, y entre paredes blancas el azar tira una y otra vez los dados. Todas las emociones caben allí, todas las jugadas de la suerte. A lo largo de las horas, tiempo infinito y resignado, la vida queda entre paréntesis y solo al final, en un papel en el que las palabras encierran significados a menudo indescifrables, está sellado el veredicto, la posibilidad de una prórroga más. Desde que nacemos se nos renueva el plazo y en los hospitales lo confirmamos.

El sábado bajé en Chamartín una vez más, visité a mi nieta recién nacida. Ayer cumplí sesenta y tres años. En los andenes de las estaciones y en los pasillos de los hospitales escribe todavía la vida nuevos capítulos.



jueves, 21 de diciembre de 2023

La Luna en Géminis


Cuando nos conocimos, los dos habíamos dejado atrás relaciones efímeras y luminosas, que nacieron y murieron en el verano. Una noche de diciembre frente al mar, con sabor a ginebra barata en los labios, juntamos nuestras soledades. Ella era menor de edad, solo por dos días. Aquellas miradas que cruzamos, cargadas de otoño, y aquel beso, iniciaron un camino que duró treinta y cinco años. A veces pienso que no terminó, ni siquiera ahora que ella ya no está. El día en que decidimos separarnos nos dijimos que nada iba a enterrar el pasado. Los viernes me pasaba por su casa, la que había sido también mía, y tomábamos el té. Ella venía a la mía con cualquier excusa, o sin ninguna. Una mañana en que le llevé algo de compra me dijo: "No sabes lo tranquila que estoy desde que te fuiste". Sonreí. Habíamos hecho bien. Nuestras vidas habían llegado a estar tan entrelazadas que corríamos el riesgo de estrangularlas. 

Yo no sería quien soy si no la hubiera conocido, si aquella noche en la cala no hubiéramos sellado un pacto silencioso. Con ella viví otra vida que no era la que yo sospechaba, me quité mi vieja camisa de adolescente, la cambié por otra. No fui quien era, fui otro, y me gustó serlo. Pero tampoco sería quien soy si hubiéramos seguido juntos. Ya no buscábamos lo mismo. 

Cuatro años después del día en que me llevé mi ropa, los discos y algunos libros, la furia ciega de un dios borracho arrasó su cerebro. Tardó cinco meses en recuperar de algún recóndito pliegue las palabras, reconstruir el lenguaje, aprender de nuevo a leer y a escribir, a caminar sin caerse, a utilizar el mando del televisor. Fue un espejismo. Seis meses más tarde, otra tormenta eléctrica la alejó de sí misma. Poco a poco sus neuronas fueron apagándose como estrellas en un cielo brumoso. Hoy habría cumplido sesenta y dos años, le faltaron tres semanas. Es fácil pensar que se fue demasiado pronto. Sin embargo nada dejó inconcluso: cuanto quiso lo hizo, cuanto se propuso lo cumplió. Vivió deprisa, adelantó a todos, y entonces, en sus últimos años, hizo de su vida contemplación y serenidad. De esa manera se fue, serena y en paz, un domingo de madrugada, con el Sol en Sagitario y la Luna en Géminis, la misma posición de los astros que el día en que nació. Me lo dijo Luis Cremades, que sabe de estas cosas, y también me dijo que quizá ella, sin saberlo, sintió que era el momento de cerrar su ciclo. Ahora Anita está en otro modo de existencia, y la mirada del Buda ilumina sus días y sus noches.



sábado, 2 de diciembre de 2023

En la dudosa luz del día

 

Esta mañana, caminando sin prisa por el que fue mi barrio en otro siglo, se me ha aparecido como de la bruma o el sol, en la dudosa luz del día de la que escribieran Góngora y Cela, el colegio de mi niñez, el de las monjas de Campoamor. Lo recuerdo como algo de todos los días, antes de que se inventase el sábado tal como hoy lo conocemos: seis días ibas al colegio y el séptimo también, aunque en este caso solo para oír misa y jugar al balón. El aula de diario se me representa inmensa, la misma todos los años; allí empecé con los palotes y la caligrafía y terminé sabiendo que Dios prometió a Abraham descendencia tan numerosa como las estrellas. En aquel mundo de tijeras de punta redonda y tizas de colores aprendí, tras la ausencia de un alumno, que los niños pueden morir antes de tener tiempo de hacerse adultos. No me consoló demasiado que en el Cielo jugasen con los ángeles y comiesen arroz con gambas. Desde el aula contigua llegaban de tanto en tanto risas que reconocíamos diferentes, las de las niñas. Varias veces al día nos cruzábamos con ellas, sin mezclarnos. Jugaban en uno de los patios, en el que había canastas de baloncesto; nosotros en otro, con porterías de fútbol. Me parecían seres fascinantes, con sus faldas y su pelo largo, y esa risa fresca. Me queda ahora una sensación profunda de que aquellos años son mi primer universo coherente, algo que reconozco en sí mismo como un paisaje, unos habitantes, unas costumbres. Un mundo completo y cerrado.


jueves, 2 de noviembre de 2023

No temáis a los muertos

 

Me casé, la primera vez, un 31 de octubre. Como Cary Grant en "Arsénico por compasión". Durante todos estos años he vuelto a ver la película de Capra, siempre ese día. Entonces, en 1986, no sabíamos qué era Halloween, y la voz en off aclaraba que el rótulo inicial se refería a la víspera de Todos los Santos. Hoy, por debajo de cierta edad, nadie sabe qué fiesta es esa de nuestra niñez, y las calles se llenan de niños y padres de niños disfrazados de cosas horripilantes. Nada de ese horror es real y quizá por eso goza de tanta popularidad. La fiesta religiosa de las ánimas, sin embargo, nos recordaba año tras año que nacemos para morir, que perderemos a nuestros seres queridos y ellos nos perderán a nosotros. Imaginar el frío de la tumba y no saber qué hay después, eso sí es real, y no apetece que nos lo recuerden.

En "Arsénico por compasión", Capra trató con otra forma de horror, que no nace de lo imaginario, que es tan real que pasa inadvertido, que está en el origen de la comedia, porque solo la risa es capaz de negociar con el miedo, de negarlo. Terminas de ver la película y te vas a la cama con la misma sonrisa de cada año, y sin embargo has dejado atrás a viejecitas asesinas, ancianos solitarios que no esperan nada de la vida, un pobre loco que cava tumbas en el sótano, un par de sádicos criminales, y una ronda de policías incapaces de proteger a víctimas inocentes. Creíamos en otro tiempo que estas cosas solo sucedían en las películas, o como mucho en Brooklyn, y nos íbamos a dormir tan felices, sabiendo que a los entrañables Brewster los tratarían bien en el manicomio Happy Dale. Frank Capra, el mismo año en que los aliados avanzaban hacia el frente alemán, nos puso ante el espejo de la condición humana, contradictoria e inexplicable, en el que la bondad y la maldad a veces son indistinguibles. 

Hoy, uno de noviembre, de nuevo Paco Rabal es Don Juan Tenorio, y aunque solo la visión de los espíritus le derrota, nada me puede convencer de que no hay que temer a los muertos sino a los vivos.

miércoles, 19 de julio de 2023

¿Piensas que soy sexy?

 


Confieso que siempre me he arrepentido de no haberme comprado en Carnaby Street unos pantalones como los que llevaba Rod Stewart en "Foolish Behaviour". Los tuve en la mano y los dejé. El final de los 70 y los primeros 80 enmarcan mi pasión por él, años en que sus canciones me acompañaban casi a diario. Fernando Arenas me regaló "Foot Loose & Fancy Free" el día que cumplí dieciocho años. Me lo trajo por la mañana a clase y no veía el momento de llegar a casa y escucharlo. Le di dos vueltas seguidas y durante la segunda escribí en un papel que tenía a mano el relato más antiguo que conservo. Se llamaba "Neurosis" y se publicó en la revista literaria de mi colegio. Lo he reescrito varias veces a lo largo de los años y en su forma actual se llama "Los amigos de siempre". Los personajes originales se parecían demasiado a los apóstoles, aunque hacían cosas que ellos nunca habrían hecho. Estudiar con los jesuitas tiene eso. Creo que en aquel tiempo yo veía a los doce como una panda de amigos que seguían a Jesús en su tiempo libre, como nosotros íbamos al Bar Luis en el barrio antiguo de Alicante. 

En esa época de cambio que era 1979, Rod Stewart era una adorable referencia, el macarra vestido con animal print que se divertía más que nadie y sufría por amor. El signo de los tiempos lo encarnaba él, pesara a quien pesara. Supongo que fue en el Vibraciones, que era lo que leía yo entonces, donde dijeron que  "Foot Lose & Fancy Free" no valía un pimiento. Su incursión en la discoteca en Blondes Have More Fun levantó ampollas y pasó a ser un hortera, y nosotros con él. Había una visión elitista que trataba a Lennon como el héroe de la clase obrera y se regocijaba con el certificado de obrerismo que exhibía Springsteen. Sin embargo no había nada más proletario que el macarrismo de Rod, sus poses de ligón de piscina, la aspiración real de cualquier hijo de vecino en un entorno que él conocía bien. Fútbol, mujeres y cerveza. Rod Stewart nos recordó que a esta vida se viene a bailar. 

Anoche, en la plaza de toros de Murcia, mientras mis pies se movían sin control y disfrutaba abanico en mano, sentí de golpe cuánto le debía a ese entrañable rockero hedonista y guasón. Y volví mentalmente a los amigos de siempre y a ese día en que Fer me regaló un disco suyo y yo escribí un relato. Ahora que, tanto tiempo después, he vuelto a la narrativa y, todavía a escondidas, escribo algo que evoluciona por caminos desconocidos y ha cambiado ya de título varias veces, tengo la impresión de que mi vida anda últimamente cerrando círculos que estaban abiertos desde muy antiguo.

viernes, 2 de junio de 2023

Canción de amor

 

Coll de Rates, Alacant, 2017

Ya no volveré a escuchar tu rugido, no disfrutaré del rastro intenso del gasóleo, no sentiré tu poder, no te verán las carreteras, las montañas, no me acompañarás en los viajes, no navegarás por las calles convertidas en ríos, no serás el cómplice que se calla si no me he abrochado el cinturón, el amigo que me respeta cuando aparco, que para eso el golpe avisa. Dieciocho años juntos. No sé por qué te hago esto. No sé si tú lo entiendes. Podría tenerte conmigo, aunque ya nunca pudiéramos entrar a las ciudades, aunque nos mirasen mal los conversos por no llevar etiqueta ecológica. Podría ser valiente y decir que no me importa, y salir juntos al horizonte abierto. Pero ya sabes, el seguro, el impuesto municipal, la subida imparable de los carburantes y el impuesto, cada año nos lo pondrán más difícil. He claudicado, te voy a llevar al desguace y cobraré la subvención. Prefiero hacerlo a verte agonizar, esperando una oportunidad de rodar, añorando la vuelta de llave de todas las mañanas. Sé que el día en que te entregue recordaré todos los lugares a donde me llevaste, las puestas de sol, el asfalto, la arena, la nieve, las canciones que han sonado. No nos quieren en el futuro eléctrico que han diseñado. No les gusta que seamos libres.

miércoles, 31 de agosto de 2022

En las terrazas muere agosto

 

Playa de Muchavista, 1968

No había acabado todavía la década de los 70 cuando en las tardes y noches de agosto junté versos que, brotándome a borbotones, hablaban del transcurso del tiempo. Tenía yo diecisiete años y una repentina conciencia de que la vida corría más rápido de lo que parecía. Ser adolescente, haber superado la infancia, era una conquista pero no iba a durar. El tiempo se precipitaba como un premio que escondía una condena, ser para dejar de ser, un continuo dejar atrás el camino andado. 

En aquellos días se adivinaba ya que la playa, tal como la conocimos, iba a desaparecer para siempre. La fotografía en blanco y negro en la que diez años antes mi hermano se me escapa a la carrera representaba ese pasado, sin apenas bañistas, sin edificaciones mastodónticas en primera línea, un amplio espacio de quietud, en el que el sol y la sal te hacían sentir libre, dueño de todo el azul y toda la arena. 

Escribí entonces:

la noche sin luna es en el mar y la playa
cerrada y densa y poblada de aromas
se extiende abraza silencia besa
por los bancales deshechos hasta las tibias casas

Agosto tenía ese sabor a final de ciclo, a puerta del cambio, como también lo tenía diciembre, de otro modo. Después de agosto y el clima variable de las cabañuelas, septiembre era un mes luminoso, que invitaba a caminar por él. Mi padre cogía entonces las vacaciones, el mar estrenaba otro color, las noches se vestían de estrellas, y el horizonte rotundo de los días escondía bajo la falsa apariencia del eterno retorno la innegable razón de la existencia, pasar y no volver. El último de los poemas que escribí se cerraba así, y con él se clausuraba también un tiempo, el de mi adolescencia:

la distancia es un sueño de luz o labios
en las terrazas muere agosto

domingo, 26 de junio de 2022

A las doce de la noche

 

Hace ya mucho tiempo que las fiestas de Hogueras no empiezan el día de San Luis, el del solsticio. Varios días antes la ciudad entera es un laberinto por el que resulta difícil moverse, incluso a pie, y el derecho a molestar hace del día un fastidio y de la noche un lugar inhóspito. El ruido se escucha a ocho kilómetros, un fragor de miles de músicas urbanas y centenares de miles de conversaciones a gritos que solo se detiene con la luz del alba. Entonces el ejército de orcos y uruk-hais que tu mente imaginaba se esconde otra vez en las minas de Moria. El olor de los orines agrieta el aire irrespirable, y las suelas de los zapatos se despegan con dificultad de las baldosas. Así es durante una semana, hasta que el fuego lo consume todo en la noche de San Juan, y nada ha sucedido realmente.

Es entonces cuando la belleza toma al asalto El Postiguet, a las doce de la noche, durante cinco días. Es un éxtasis de colores en el cielo, la quietud negra de las aguas, el trueno que despierta una reverencia telúrica en el espíritu. Es el deseo o su recuerdo, que desnuda al verano recién estrenado, la caricia de un cuerpo que está o estuvo a la distancia de un beso. En cada cohete que busca las alturas vuela un jirón de tu alma, en cada luz que brota del mar se bañan tus años, los que has vivido, los que todavía te quedan por vivir. Cada explosión en forma de palmera de luz es a la vez asombro infantil y memoria de lo desconocido, certeza y sensualidad. Después el silencio.

lunes, 23 de mayo de 2022

Fin de curso

Hace ya catorce años que volví a la Universidad, un cuarto de siglo después de haberme ido. Los universitarios salpicaban las cespederas de una ciudad en miniatura, y en un rincón del inmenso parque encontré los viejos barracones militares donde nosotros subrayábamos el Kunkel y el Castán, pero el resto de edificios eran nuevos, muy nuevos. Incluso el viejo aeroclub, donde pasábamos la hora de historia del derecho entre cafés, copas de magno y partidas de flipper, estaba cambiado y no había ni rastro de la pista de aterrizaje. Si en aquellos felices años ochenta la conciencia de futuro había sido un lujo que no nos permitíamos, en este nuevo escenario la sola idea de futuro es un imposible, una herejía: no hay futuro cuando hay tanto presente. En lo académico, la Universidad se seguía y se sigue pareciendo a mi recuerdo: las mismas lecciones, los mismos modos de enseñar, la maquinaria puesta al servicio de la obtención de un título. Nada de eso cambiará, pero desde entonces cada fin de curso me digo que el regreso valió la pena: por intentar llevar la vida real a las aulas, por disfrutar de los días claros de una juventud que ya no es la mía. Por sentir, en cada curso que termina, que el mundo sigue imparable, que nuevos rostros y nuevas voces hacen diferente lo que es igual.

 


viernes, 1 de abril de 2022

A veces quemo libros (Motomami)

A veces quemo libros. Empecé hace algo más de una década, para hacer sitio en mi biblioteca. Libros de páginas amarillentas, difícilmente legibles. Ardían bien en la chimenea. Mi amigo Javier Arenas, psicoanalista translacaniano, se escandalizó al saber que había dado al fuego la autobiografía de Freud y los tres volúmenes de "La interpretación de los sueños". Sin darme cuenta le cogí gusto, y saqué de un arcón libros arrumbados que en su día no había acabado de leer. Cuando era joven me aferraba a los libros hasta el final, convencido de que en cualquiera de ellos hay una frase que merece ser salvada. El primero del que renuncié a encontrarla fue "Auto de fe" de Canetti, quizá lo empecé esperando algo distinto y acabé desentendiéndome. Me pareció justo que precisamente ese libro fuera el primero en alimentar el fuego. Otro amigo me dijo que solo los nazis quemaban libros, pero no me sentí mal. 

En ocasiones aún quemo libros. Ya no tengo los que el tiempo degradó ni aquellos viejos cuya lectura abandoné. Ahora quemo errores, libros que compro y que me defraudan. No son muchos, porque sigo encontrando en cada libro una justificación de existir. Incluso los que quemo la tienen, pero no para mí. El último que entregué al rito purificador hablaba mucho de su autor y bastante poco de quien se suponía que era el protagonista. Antes que este quemé uno en el que la expresión "la ciudad portuaria de Duluth" aparecía demasiadas veces en las cien primeras páginas. Quizá soy muy exigente, pero cada uno tiene sus gustos y también sus manías, y en invierno hace frío. 

Los discos son libros que no arden, que no tienen la oportunidad de redimirse en la hoguera. Por eso soy muy cuidadoso al elegirlos. Por eso no me imagino comprando un disco que combine el trap, el reguetón, la cumbia y eso que ahora llaman R&B. No me seduce ninguna de esas músicas, ni la fusión entre flamenco y música electrónica. No lo escucharía, me ocuparía un sitio que empieza a escasear en casa y nunca saldría de su funda. Puede ser un gran disco o no serlo, eso me da igual. Se trata de una simple cuestión de gustos. Todo se reduce a eso. Los libros, los discos, el fuego.


lunes, 14 de marzo de 2022

Peregrinos

 

Damien Jurado, Alicante, 12 marzo, 2022.
Fotografía de C. José Pita

"Éramos buscadores laicos, peregrinos en busca del rastro de la belleza que había dejado el arte", escribió Luis Cremades hace años en "El invitado amargo", recordando un viaje a Italia. Yo lo leo estos días por primera vez, deslumbrado. Si suprimo el final de la frase, que la contextualiza, el enunciado se hace amplio, universal, y recoge lo que a estas alturas de la vida, recién cumplidos 61 años, creo que es -junto al amor- la única gran búsqueda. No la búsqueda de la verdad, que mis maestros pretendieron inculcarme en el colegio y en la universidad, sino la belleza. La verdad no existe y la belleza sí, y existe más allá de donde somos capaces de verla. Le digo estas cosas a Luis en una carta urgente, y se lo digo también a Rosa mientras extiendo la mermelada de jengibre sobre la tostada y el café humea en nuestras tazas. Y porque me parece importante lo comparto con vosotros, sin saber cuántos ni quiénes me leéis desde algún lugar en la distancia y la sombra. 

Le veo en el silencio de una sala en Mantua, disfrutando a su manera "de la compañía de una obra de arte, del efecto que produce una exposición continuada, la observación desatenta, dejando la analítica y los detalles como algo inútil”, y me reconozco en esas palabras, me veo en la escucha de un disco o en la experiencia de un concierto, en esta faceta a la que el azar me ha llevado en los últimos años, en esas reseñas en las que casi por obligación dejo caer algunos datos y algunos nombres de canciones, pero en las que solo me importa la emoción o la belleza. Y la noche del sábado mientras Demian Jurado susurra oraciones laicas en el escenario de Las Cigarreras, olvidada conscientemente mi cámara de fotos en la chaqueta, me abandono al río neblinoso y tibio de su voz, sabiendo que no voy a escribir ninguna crónica al día siguiente, que me estoy bañando desnudo y que donde nado no hay conocimiento ni palabras, solo la experiencia o el asombro.

viernes, 3 de diciembre de 2021

Doble rojo, doble azul


A los hermanos mayores de mis amigos les gustaban los Beatles, y mis amigos hablaban de los Beatles y de lo mucho que les gustaban a sus hermanos. Cuando eso sucedía tenía ocho o nueve años y los Beatles no se habían separado todavía. De algún modo pensaba yo que ser mayor, como los hermanos mayores de mis amigos, pasaba por dos cosas: dejarse el pelo un poco más largo y tener un disco de los Beatles. Con mi madre no tuve mucha suerte y seguí pasando por la peluquería como siempre. Mi padre, sin embargo, se ocupó de que mi carta a los Reyes Magos, que simplemente decía "un disco de los Beatles", así sin más, se materializara en el doble rojo. Mi padre se refería a la música pop con mucho respeto llamándola "música de negros" y yo pensaba que lo decía por desconocimiento. Más tarde supe que era él quien estaba en lo cierto.

El doble rojo fue mi primer elepé, y se salía de la superficie de mi pequeño tocadiscos como un sombrero gigante. Aprendí inglés a mi manera con las letras del disco y unos diccionarios del tamaño de una caja de cerillas, de tapas verdes y papel muy fino, propaganda de un laboratorio farmacéutico. Tenía diez años y me veía mayor, aunque solo a medias, porque los mayores llevaban el pelo más largo que yo. Dos años después los Beatles ya eran cosa del pasado y en casa tenía el single de Imagine. En El Corte Inglés de Valencia - en Alicante no había - me encontré con el doble azul y puse mi mejor sonrisa para que mi padre lo pasara por caja. Íbamos de vacaciones a Orihuela del Tremedal y se quedó en la maleta una semana entera, pero al regreso supe que existían las chicas con ojos caleidoscópicos y los campos de fresas y que yo soy él como tú eres él como tú eres yo y nosotros somos todos juntos. No fue fácil, porque no sé a quién se le ocurrió escribir las letras en negro sobre fondo azul.

Tuve todavía que esperar un par de años para poder llevar el pelo largo. Para entonces el profesor de música del colegio nos decía que toda la música pop derivaba de lo que habían hecho los Beatles. Nosotros protestábamos y le hablábamos de innumerables artistas que supuestamente lo desmentían. Nunca he sabido si lo decía por desconocimiento o por convicción, pero como siempre sucede nadie tiene toda la razón todo el tiempo. O eso cantaba Dylan. Fuese como fuese ha pasado medio siglo y esas canciones del disco rojo y del disco azul son, nota por nota, sílaba a sílaba, la memoria de una vibración que me hizo ver el cielo más luminoso, adivinar cómo sería coger de la mano a alguien, intuir que ser diferente era hermoso y deseable. Tal vez soy como soy porque un día quise tener un disco de los Beatles para ser como los hermanos mayores de mis amigos. 

Sitting on a cornflake waiting for the van to come...


viernes, 19 de noviembre de 2021

De otros tiempos, otros lugares, otros volcanes

 

Svínafellsjökull, Sur de Islandia, 27 junio, 2011

No siempre un glaciar es algo lejano, inaccesible. La lengua de Svínafellsjökull se te ofrece a cinco minutos a pie desde la Ring Road, la carretera principal de Islandia. Nada más llegar un ruido sordo nos avisa: un bloque de hielo acaba de desgajarse y caer al agua de la laguna. Un sendero de montaña y, al poco, el glaciar queda a nuestros pies, extrañamente teñido de gris oscuro casi negro. Estamos a finales de junio y la erupción del volcán Grímsvötn en mayo ha cubierto de ceniza la superficie del hielo. Así seguirá hasta las nieves del próximo invierno. No importa el color, estar tan a mano de la gigantesca extensión helada perturba el ánimo. Su falsa quietud, su descomunal grandeza. Aquí se perdieron hace cinco años dos jóvenes alemanes, a los que una estela de piedra recuerda. Nunca los encontraron, el glaciar nunca devuelve a sus muertos. Alguna grieta los engulló, y tal vez formen parte de él por incontables años, o quizá fueron arrastrados hasta el río subterráneo que fluye bajo el hielo. Un arco iris, en este atardecer sin tiempo, abre a lo lejos el camino hacia la cumbre más elevada de la isla, por encima de los dos mil metros y siempre blanca. Es hora de regresar.

(Diarios de viaje. Juan J. Vicedo)






domingo, 31 de octubre de 2021

Relojes

En casa no tenemos relojes. No hay en la cocina, ni en el salón, ni en la mesilla de noche, ni en ninguno de los lugares habituales. Un cierto sentido del transcurso del tiempo me permite saber, con un margen de error de cinco o diez minutos en qué momento del día estoy, y por lo general es suficiente. Eso sí, cuando voy a trabajar me pongo un reloj de pulsera: no es recomendable llegar tarde y, mucho menos, salir después de la hora.

La casa en la que viví antes estaba llena de relojes pero ninguno funcionaba. La mayoría se habían parado años atrás, y unos pocos marcaban la hora que querían. No nos importaba, nunca les hicimos caso. Incluso el reloj de sol del jardín, medio tapado por una buganvilla, servía de poco: los rayos solares le llegaban con dificultad. Ese desdén por saber la hora exacta me viene, pues, de antiguo. Dicen los taoístas que quien usa el compás y la regla tiene el corazón del compás y la regla. Así también el tiempo, medido a una escala inimaginable con relojes atómicos, hace al corazón esclavo de los milisegundos.

La realidad es que - apunta Rafa Cervera en su último libro - no nos queda tiempo. Desde que nacemos empezamos a perderlo irremisiblemente. Tenía yo veinte años, como la canción de Serrat, cuando asumí lo inevitable. Entonces vivía en casa de mis padres, en donde todos los relojes estaban en hora y las campanadas de los relojes de péndulo agrietaban mi cerebro en noches de insomnio. Poco después, en el desierto del verano madrileño, escribí en una buhardilla de la calle Carretas una docena de poemas y con ellos me despedí de la preocupación por el tiempo, como quien abandona una vieja camisa.

Desde entonces no miro la hora.

viernes, 15 de octubre de 2021

Dagniol, número 11, 2º


Me contó mi bisabuela Ana que a finales del siglo en que nació, el XIX, había un manantial en las Carolinas Bajas. Allí se llegaba de niña a llenar las garrafas de agua, con su madre. Cuando yo nací, aquel paraje deshabitado era ya un barrio de la ciudad, poblado por gentes de los oficios, artesanos, pequeños comerciantes y funcionarios del Estado, como mi padre y mi abuelo Ismael. Las calles estaban asfaltadas pero el alumbrado lo encendía un empleado del Ayuntamiento que pasaba todas las tardes y accionaba un interruptor inalcanzable en las fachadas. Jugábamos en la calle, a la pelota incluso, porque casi no circulaban coches. Había sitio de sobra para aparcar. Las casas, por supuesto, no tenían cochera, ni tampoco ascensor. Ninguna tenía más de tres alturas. Mi hermano y yo, y mis primas, que vivían en el primero, subíamos al terrado siempre que podíamos, y nos sentíamos en la cima del barrio porque veíamos los patios de las casas vecinas. El zapatero tenía un corral, con palomas y conejos. En la azotea de enfrente ensayaba un conjunto "ye-ye". La vida del barrio transcurría bajo nuestra mirada y al llegar el mes de junio hacíamos estallar petardos contra la calle.

En ese entorno, apacible y provinciano, viví hasta los quince años. En la esquina con Alcalá Galiano estaba la Heladería Susi, a donde mi madre me mandaba a por leche, que entonces se vendía en briks de cartón piramidal, y con el calor también a por agua cebada. En un bajo de la misma manzana de casas un vecino guardaba un burro y un carro de dos ruedas, y algunas mañanas descargaban cajas de hortalizas que traía un camión, tapadas por una lona. Al final de la calle, en el estanco, mi padre compraba la prensa y los domingos, después de misa, nos dejaba elegir tebeos. En algún momento sustituí al Capitán Trueno por el Disco Exprés. A dos calles hacia arriba estaba el cine Rialto, donde ponían películas de reestreno, y dos hacia abajo la Plaza de Toros, donde cogíamos el autobús de los jesuitas. Nunca tuve llaves de casa. Si al volver mis padres no estaban, sabía que el ventanuco de en medio no estaba cerrado del todo y podía meter la mano para abrir. En el zaguán habían dejado las llaves del piso. La vida tenía otro ritmo. 

Mi familia vendió la casa hace más de treinta años. Hace unas semanas andaba cerca y me alcancé a pasear por las calles de mi niñez. La casa estaba tan vieja que no era la misma. Estaba frente a ella y ella frente a mí. No sé si guarda mi memoria como yo guardo la suya. No sé si ella también me vio viejo, si me reconoció.

jueves, 23 de septiembre de 2021

El paciente cero y los pájaros carpintero

 

Con el otoño he recuperado mis paseos a media mañana. Ha pasado demasiado tiempo desde el último, un día cualquiera de marzo, hace año y medio. En aquellos días los informadores, los epidemiólogos y los gobernantes andaban muy ocupados con la búsqueda del paciente cero. Al parecer era muy importante encontrarlo. Había varios pacientes cero: uno desconocido, en un mercado asqueroso de una ciudad china, era el verdadero origen, como Adán lo fue de la especie humana; otro, un ingeniero chino que trabajaba en Alemania, había introducido la peste en Europa; uno más, un turista alemán al que impedían salir de su habitación en un hotel de Tenerife, era el foco desde el que podía dispersarse el virus en territorio español. La insularidad de las Canarias no nos salvaba. Eso, al menos, era cierto. Aquí no se salva ni Dios, como ya dejó escrito Blas de Otero. El profeta de los telediarios, que ahora se ha rapado las greñas, dijo lo contrario: que habría uno o dos casos nada más. Pero nos encerraron, durante meses, nos vendieron mascarillas que no podías rehusar, y el contador de muertes empezó a sumar. Y se me acabaron los paseos, hasta ayer.

En aquellos días llamé por teléfono a muchos amigos y conocidos. Sabía que estaban vivos porque compartían eso que llamamos "contenido" en las redes sociales. Les llamé para hablar con ellos, para escuchar su voz por si acaso nunca más podía hacerlo. A cualquiera de nosotros le podía salir el naipe. La muerte estaba ahí, era una escalera de color hacia la oscuridad, rodeado de nadie, cambiando la soledad de la agonía por un saco con una etiqueta camino del crematorio. El ministro competente anunció que los contagiados podían ser internados forzosamente en los polideportivos que habían quedado sin uso. Crematorios. Gulags. En el abandono de las interminables semanas de aquel mes de abril que no existió, marcaba números de mi agenda, escuchaba cómo alguien descolgaba al otro lado. 

De esas tardes de soledad compartida, esperando que ella volviera del trabajo, recuerdo a Ramiro Domínguez contándome que escuchaba a los pájaros carpintero desde su ventana. Los libros eran nuestra salvación. Cuando hablé con Miguel López me recomendó los horizontes sin fin de "En la Patagonia", de Chatwin, y Ana Hortelano "A propósito de nada", las memorias de Woody Allen. Rafa Cervera, con quien me escribía, me hizo llegar su nuevo libro "Porque ya no queda tiempo" y en sus páginas leí que en la vida hay que dejarse herir por lo que es hermoso. Supe, en esos días, o tal vez solo confirmé lo que ya sabía, que esa propuesta es irrenunciable. Cuando meses después, el virus y mis anticuerpos jugaron sus cartas durante tres inciertas semanas, cada noche leía "El poder de las preguntas", de Miguel López, y cada mañana me despertaba con la respuesta del amanecer, hermoso, limpio y claro.

lunes, 23 de agosto de 2021

Las tijeras de mi padre

 


A unos pocos metros de la frontera entre Alicante y Campello delimitada por una acequia sin agua, estaba la casita de mis abuelos donde pasábamos los veranos. Solo entrábamos bajo techo para dormir, y los meses transcurrían bajo el sol y las estrellas. La playa, la de Muchavista o la de San Juan, según donde plantaras la sombrilla, estaba a trescientos metros de la casa, y no había socorristas. De las muchas cosas cotidianas que hacían diferentes esos meses, recuerdo estos días a mi padre y a mi abuelo Rafael podando el seto de gandules, que crecía irrefrenable hasta alcanzar proporciones gigantescas si no se actuaba a tiempo. Como si los viera, el torso desnudo, los pantalones cortos de color caqui, tijeras en mano, sudorosos. Mi hermano y yo ayudábamos apilando la poda al otro lado de la valla, dejando que se secara en apenas un par de días antes de prenderle fuego. Sí, estaba permitido hacer fuego, y era divertido, al menos para nosotros. Hoy ya no existe aquel lugar de mi infancia, pero cada mes de agosto empuño las tijeras de mi padre. Tengo un seto que podar. Pero echo en falta la hoguera y, sobre todo, la inocencia de aquellos ojos que miraban el fuego.

sábado, 14 de agosto de 2021

Zóbel

Cuenca, 1 junio, 2021

Aquí la reescritura es un ejercicio común: el convento de San Pablo se hizo parador de viajeros y las casas colgadas engendraron un estallido de vanguardia artística. Cuenca entera es una página antigua escrita a lápiz, donde algunas palabras se borran para que alguien escriba otras nuevas. En el museo que Fernando Zóbel conjuró sobre la hoz del Huécar tuve siendo niño mi bautismo de color y atrevimiento, descubrí formas que antes no habría imaginado, lienzos surgidos del fuego y de la arena, del núcleo planetario y la expresión de los cielos que no vemos sino un instante. Zóbel, Sempere, Torner, Saura, Manrique…, la ruptura genial con la España polvorienta y provinciana en la que nací y que pronto iba a cambiar. Cuenca esconde quiebros del pasado en cualquier esquina. 

(Diarios de viaje. Juan J. Vicedo)

viernes, 13 de agosto de 2021

Espacio Torner

 

Cuenca, 3 junio, 2021.

Gustavo Torner midió con los colores de la mente la iglesia del antiguo convento de San Pablo, su geometría, su espacio, y al hacerlo encontró un camino hacia el infinito en el que la belleza y el tiempo se encuentran. Un obispo lo consintió, consciente quizá de que lo sagrado perdura en lo profano y que nada es más efímero que la inmortalidad. Paso una a una las páginas del catálogo antes de comprarlo, de la primera a la última, absorto en la recreación imposible de lo que ya he visto minutos antes expuesto en la nave del templo. Ni siquiera me doy cuenta de la mirada de incredulidad de la empleada del museo. Torner se me ha adueñado de una ensenada del espíritu, como hace medio siglo hizo Zóbel.

(Diarios de viaje. Juan J. Vicedo)

miércoles, 4 de agosto de 2021

En los palcos


Nunca se lo había dicho, pero hace unos días lo hice, después de cuarenta años. Luis Cremades transformó mi visión de la poesía. Luis nació en 1962, yo en 1961. Esa distancia es insignificante, pero cuando tienes dieciocho tú eres el mayor y el otro es el pequeño, el que te mira desde un peldaño más abajo, el que será como tú cuando tú ya no lo seas. Luis, suavemente, subió la escalera, miró a lo lejos y dejó ver que había otro lugar al que ir. Se fue despacito hacia allá (siempre andaba despacio) y de algún modo me señaló que mi tiempo ya no era el suyo, que había un catálogo de significados por descubrir, que eso que se veía en el horizonte en 1979 era el fin de siglo.

Luis y yo nos conocimos en los Jesuitas, y allí nos quedamos al timón de una aventura llamada "Cabaret", una revista literaria ciclostilada y narcisista, como debe ser la poesía. Yo mismo había participado en su fundación, un año antes. Los que escribíamos en ella éramos horriblemente clásicos y vulgares, por no decir otra cosa: imitábamos, si podíamos, a Neruda, a Celaya, a Blas de Otero, a León Felipe. Luis no, él tenía su propio lenguaje. Y su visión de los sucesos no se parecía en nada a la nuestra. Era capaz de escribir sobre el hecho de escribir, sin más trascendencia. No como los demás, que creíamos en la función social de la poesía y en su utilidad como pañuelo de desamores. A él le parecía más interesante dar vuelo a las palabras y anunciar cosas como "Se buscan / gitanas vestidas / caballeros desnudos / y amor". Con versos como ese y el pseudónimo "Amós" me había saltado por encima en el certamen colegial de 1978, cuyo jurado presidía Juan Luis Mira. Mil quinientas pesetas. Se las llevó Luis, pero yo conservo su original, y no he dejado de leerlo desde entonces. Creo que salí ganando.

En 1982 estaba él en Madrid. Fui a verle y me dio una copia de algunas páginas de la revista Poesía, en la que había presentado Vicente Molina Foix a "5 poetas del 62". Mario Míguez, Leopoldo Alas, Amadeo Rubio, Alfredo Francesch y el propio Luis eran la avanzadilla de una nueva forma de entender esto de emborronar cuartillas. Ahí estaban sus fotografías, con ese deje ya entonces de ambigüedad y festivo desafío, de marginalidad exquisita y elegante distancia, que se reflejaba en los versos que leí por primera vez esa mañana de domingo. Había un poema de Leopoldo Alas, En los palcos. Con él comprendí a dónde me había ido llevando pacientemente Luis, a donde tal vez nunca podría llegar por mí mismo. No le volví a ver hasta una década más tarde. Era él ya un autor reconocido. Yo, por mi parte, dedicaba mi tiempo a aburridos escritos jurídicos, que exigían todos mis sustantivos, verbos y adverbios, pero muy pocos adjetivos. Había aparcado la exigente búsqueda de mi propio lenguaje, pero llevaba su enseñanza en mis bolsillos.

En los palcos, poema de Leopoldo Alas


viernes, 12 de marzo de 2021

Un año robado

Cumplir 59 años me pareció entonces un momento interesante en mi vida. Era la despedida de la cincuentena. Pero se convirtió en el adiós al futuro: ese mismo día ya se sospechaba que algo iba a suceder, y en los supermercados se vaciaban las estanterías. Hace ya doce meses de eso, de la abdicación de todo plan, de la renuncia a imaginar el mañana, de la cercanía de la soledad, la enfermedad o la muerte. Un año en el que las fronteras se me movieron desde los Pirineos a la Aitana y, durante meses, a la muchamelera colina del Calvari. A veces la frontera era mi propia alma. ¿Quién me ha robado el mes de abril?, cantaba Sabina. Si solo hubiera sido abril... Un amigo me dijo hace poco que tenía la sensación de que nos había sido robado un año entero. Una deidad maligna, los gobiernos, los chinos... da igual, no es necesario buscar culpables, nos falta un año. Voy a entrar ya en los sesenta, una cifra que en mi niñez identificaba yo con la ancianidad. Los Beatles también creían que a partir de esa edad la vida era otra: when I get older, losing my hair. Hoy miro atrás, a este año robado, busco algo en él que quiera recordar y me veo como Woody Allen recitando ante un magnetófono mis razones: el ruido de la llave cuando ella llegaba a casa, el libro que escribí mojando cada frase en el vaso de whisky, la voz de mis amigos al teléfono lejos de mí y tan cerca, un ramo de novia con flores cogidas del jardín una noche sin luna, la última cerveza junto a un hombre bueno. Mientras esas cosas sucedían y otras dejaban de suceder, el mundo siguió girando y desde mi ventana cada atardecer era diferente.


Si no puedes ver el cielo, pincha el enlace https://youtu.be/4oF9tlqWr3A



viernes, 12 de febrero de 2021

¿Hay vida en Marte?

Sexto día. Manos de cera, blancas como las de Nosferatu. No importa: no tengo fiebre, respiro bien. Ayer sentí como si me hubiera caído por la escalera, rebotando de espaldas en cada escalón, dieciséis escalones. En realidad me estaba lavando los dientes, pero me dolió igual, durante horas. Estoy bien, duermo bien, y respiro y no tengo fiebre. Se acerca el séptimo día, la frontera de lo desconocido. Leo para tener la mente puesta lejos de mí, para no interrogarme sobre cada síntoma nuevo del carrusel caótico en el que vivo. Miguel López, el poder de las preguntas. Berlanga, el último austrohúngaro. Rosa está en otra habitación de la casa, hablamos por teléfono, a veces la llamo para leerle un párrafo que me ha gustado. Me dice que ha perdido el gusto, solo distingue el sabor de las aceitunas. Sangre andaluza.

Décimo día. Estamos fuera de peligro, pero no puedo ordenar una estantería sin sentir que me falta el aire. No importa: hemos cruzado la frontera. Dentro de unos días, o unas semanas, o un mes, volveremos a ser como antes, a sentir como sentíamos, a fatigarnos solo cuando queramos. Eso dicen. Nadie sabe nada. No saben cómo protegernos, no saben cómo curarnos, a veces tampoco saben cómo salvarnos de la muerte. No hay garantías, solo estadísticas. Contra esta enfermedad luchas en solitario, a veces también en soledad, esperando el desenlace de la batalla. Imaginas al enemigo explorando todo tu cuerpo: ese dolor de cabeza persistente es él, esos pinchazos en las piernas son él, ese dolor repentino en las yemas de los dedos también, esa náusea inesperada es él explorándote, la temida tos te dice que él está ahí. Imaginas esas partículas diminutas que no aciertas a definir pero que son parte de ti y le están cerrando las puertas, una tras una, y te dices que todo va bien. Pero solo sabes que no va mal.

Nadie sabe nada, y no sirve de nada preguntar a los murciélagos si es verdad que fueron ellos. No contestarán. Hemos fracasado, en su estatura gigantesca el ser humano se hunde en la ciénaga de su ignorancia. En diciembre de 2019 estábamos orgullosos del último avance tecnológico, de la sofisticada arquitectura del último microchip, y un virus de ridícula apariencia, una pelotita con brazos, se burla de nosotros desde entonces y nadie sabe cómo pararlo. Somos capaces de llegar a Marte, pero nunca resolveremos si hay vida allí. Miro por la ventana esta mañana, veo la niebla. Sé que detrás hay vida. Lo anoto en mi cuaderno de certezas. 


sábado, 30 de enero de 2021

¿Habéis bailado alguna vez esta canción?

Gabi murió hace ya tiempo. De los demás, de Bruno, César, Pepe y Pedro, no sé casi nada. De algunos, nada. Teníamos quince años, una edad en la que el horizonte siempre es azul y despejado, aunque solo hasta ciertas horas: por la noche había que volver a casa, aunque la ciudad entera estuviera en fiestas. Quince años, entonces, significaba estar todavía a seis de distancia de la mayoría de edad, pero el curso había acabado y teníamos todo el día libre. No sé cómo ni por qué pero aquella tarde de Hogueras la pasamos en una cochera vacía de alguna calle que no recuerdo en el barrio de El Pla, la persiana a medio bajar, las bombillas a medio encender. Había chicas, aunque no sé sus nombres, creo que nunca las volví a ver. Esas muchachas vestidas de verano eran quienes daban su verdadero sentido a la tarde. Sin su presencia nada hubiera sido igual, no podría haberlo sido. Solo porque ellas estaban con nosotros la oscuridad temblaba, levemente intuíamos posibilidades apenas imaginadas. La tibia atmósfera de aquel encierro voluntario tenía el aroma de la libertad. Oíamos las voces del exterior, algún que otro petardo, los coches que de vez en cuando pasaban por la calle estrecha y poco transitada, y sobre todo nuestra música, la que nos hacía sentir protagonistas de algo todavía por definir. 

La música y el humo del tabaco negro lo envolvían todo y las bebidas que preparábamos como alquimistas tenían nombres, vaca verde o lumumba, que nos evocaban elixires clandestinos. Habíamos llevado un tocadiscos, unos bafles, y un puñado de elepés, los que nos gustaban. Era el verano de "I love to love" y de "Sabato Pomeriggio", de canciones con las que habríamos podido bailar, pero no las teníamos, y en el garaje, mientras estábamos inmersos en un ritual tan trivial como fascinante, sonaban Grand Funk, Lou Reed, y también Billy Cobham, su disco "Spectrum": a todos nos gustaba mucho "Red Baron". Con las primeras notas de "Europa", de Santana, alguien tomó por la cintura a una de las chicas. Era la señal, pero no podía durar mucho, la canción se iba por otros derroteros en menos de tres minutos. Bailar pegados no era así, y Sergio Dalma ni siquiera existía. Creo que fue Gabi quien tuvo la intuición: había una canción en uno de aquellos discos, lenta en su cadencia, oscura en su caricia, perversa en su delicioso dejarse ir. Una canción que no debía haber estado en ese disco, pero acabó en él porque la censura del régimen eliminó otra, "Heroin". Era lo que necesitábamos. Esa tarde sonó varias veces y con cada una de ellas se formaron parejas que se deshicieron al terminar, conexiones furtivas y efímeras de su melodía cómplice. Lou y sus amigos paseaban por el lado salvaje mientras nosotros entrábamos por la gloriosa puerta de la adolescencia.

Unas horas después bajamos hasta la playa. Hoy vislumbro desde otro siglo el rostro de la chica cuyo nombre borró el tiempo, su camiseta a rayas azules y blancas, su cabello ondeando en la noche, rescato la fragancia de su colonia. Por la megafonía de los autos de choque de El Cocó se oía, entonces sí, a Tina Charles. 

martes, 12 de enero de 2021

Yo que creí que la luz era mía

 


... y yo que quería hablar de la luz y no de la sombra. El paso de un año infausto a otro incierto ha dejado a dos personas amigas a merced de lo desconocido. El virus. El cáncer. Demasiada oscuridad para empezar enero. En nuestra casa hay dos luces encendidas, por él, por ella. Hasta que vuelvan con sus familias, hasta que volvamos a encontrarnos. Porque ya lo escribió el poeta que creía que la luz era suya: siempre hay un rayo de sol que deja la sombra vencida.

lunes, 28 de diciembre de 2020

A propósito de Henry Purcell


Mi infancia tiene el sonido de la música clásica. Mi padre me educó de un modo suave en el disfrute de su colección de discos, que crecía lentamente y sin término. Pronto elegí mis favoritos: Tchaikovsky, Rimsky-Korsakoff, Borodin, Smetana, Dvorak, Stravinsky, Gershwin. Algo tuvo que ver la factoría Disney en esas elecciones, sobre todo la película "Fantasía". A Beethoven no lo he incluido en la lista, porque a Beethoven no se le elige, está ahí. Después vino la adolescencia y el espacio de la música clásica fue barrido en mi habitación por otros sonidos. No veía el momento de escuchar los discos de mi padre, porque los Beatles y T. Rex y Suzi Quatro y Joe Cocker y Bob Dylan y tantos otros pedían paso. Ya fue imparable, los malditos años setenta y su deslumbrante aluvión de ritmos que conectaban con mi cerebro moldeable como plastilina me apartaron del barroco y del romanticismo y de cualquier cosa que tuviera siglos de antigüedad. ¿Sinfónico? Ahí estaban Yes, Pink Floyd, Genesis. Adiós Ludwig Van, fue bueno conocerlo, pero un mundo nuevo estaba desbordando mis horas y mis días. 

Hace diecinueve años murió mi padre, y supongo que por el impulso de retenerle, de no dejarle ir del todo, intenté volver a esa música de mi infancia. Fue imposible. Solo me traía tristeza y una invencible melancolía. Sus discos se quedaron en casa de mi madre hasta hace una semana. Ella ya no los escuchaba, ni siquiera conserva el tocadiscos. Ahora están conmigo y mientras les buscaba sitio descubrí una caja sin desprecintar todavía, música coral de Henry Purcell. Imagino que mi padre, que se fue un 14 de diciembre, se la había comprado para regalársela a sí mismo esas navidades a las que no llegó. Diecinueve años después he abierto por él la caja y he puesto el primero de los tres vinilos. Lou Reed había sonado justo antes. Escuchando el "Magnificat" de Purcell sin que se haya borrado todavía el eco del "New York" de Lou, creo que por fin ha llegado el momento de que todas las músicas de mi vida encuentren su hueco en casa.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Y nosotros nos iremos...


Otro año más, la navidad. Conscientemente escribo la palabra con minúsculas, de la misma manera que escribiría “invierno”. La navidad es eso para mí, una breve estación del año, en la que el clima se mide por el calor o el frío del corazón. Recuerdo navidades tempranas y cálidas en las que he puesto el árbol el día de San Nicolás, 6 de diciembre, y otras tardías y heladas en que a regañadientes lo he hecho la misma mañana del 24, fun fun fun. Estas dos semanas son un termómetro de mí mismo y de mi relación con el mundo. Y el tiempo corre.

Me veo con siete años en casa de mi bisabuela, escuchando por primera vez ese villancico: “la nochebuena se viene / la nochebuena se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. La bisabuela Ana había nacido en otro siglo, el diecinueve, y para ella la hoja roja de Delibes no tardaría en aparecer. Está escrito en el Heike Monogatari que en el tañido de la campana del monasterio de Gion resuena la fugacidad de todas las cosas. En aquella lejana tarde de 1968 tal vez escuché yo ese sonido. Campana sobre campana, dice otro villancico. Puede ser. Cada navidad es una arruga más en mi piel, un círculo nuevo en el tronco de un árbol, alguien que ya no está, alguien que antes no estaba. 

Desde hace algunos años la navidad es también escuchar la voz ronca de Dylan cantando “Adeste fideles”, y saber que esa romántica fantasía de los pastorcillos y el pesebre es un episodio en el que no hay ningún dios, que los reyes magos somos nosotros en un viejo sueño y papá noel un señor disfrazado que suspira por un trago al terminar la jornada. Lo único cierto es que la navidad se irá y volverá, y que nosotros nos iremos un día para no volver. 

A veces estoy tan cansado de este ciclo cuyo final desconozco que retraso su inicio, y no compro el tiesto de flores de pascua ni saco a los duendecillos de su caja, y los días pasan. Pero una tarde cualquiera pienso en lo luminoso que será el primer amanecer de enero y entonces todo empieza de nuevo, como el año anterior y el otro y el otro, y el árbol se llena de esferas blancas y rojas. La navidad es también eso, un estado de ánimo, todos los estados de ánimo.


domingo, 1 de noviembre de 2020

Qué solos se quedan los muertos

No sé si he dicho alguna vez que John Wayne es mi actor favorito, pero lo es. En "She wore a yellow ribbon" (aquí titulada, qué horror, "La legión invencible") el capitán Brittles, que es su personaje, tiene la costumbre de ir al pequeño cementerio del fuerte para conversar con su difunta esposa y regar las flores de su tumba. Yo también tenía el hábito de, en tiempos de zozobra, charlar con mi padre, al menos mientras existió el pomelo a cuyo pie estaba enterrado. Necesitamos sucumbir a ese impulso romántico para no hablar con ellos en cualquier lugar, ya sea la cocina de casa, el ascensor del trabajo o la parada del autobús. Nos mirarían con desconfianza si lo hiciéramos, y es posible que alguien avisara a la policía.

Hoy es el día en que los cementerios rebosan de flores. "Voy a visitar a la familia", decía mi suegra de entonces. Ahora nadie la visita a ella, sus cenizas volaron por la sierra de Enguera. Nunca he entendido este ritual del primer día de noviembre. Los budistas tibetanos, con los que compartí andadura durante dos años hace ahora una década, llaman al cuerpo "lo demás", en contraposición al espíritu. En nuestra cultura también: le llamamos "los restos" pero solo cuando morimos, los restos mortales. Y no deja de ser una paradoja pensar que los seres queridos están allí donde un día los sepultaron y no en el Cielo en el que creen muchos de los que cumplen con el rito anual.  

Por mi parte si alguien quiere recordarme cuando me haya ido, incluso hablarme sin esperar respuesta, que me busque en los atardeceres o en las noches estrelladas. Que mis cenizas se dispersen en la Aitana, en el antiguo campamento más allá de la Font del Molí. Ya que puedo elegir, en esa tierra fui feliz en los veranos de mi infancia, y lo sigo siendo siempre que vuelvo. No estaré allí, porque los muertos no están en ningún lugar, pero si subís a visitarme os aseguro que disfrutaréis del paisaje.

domingo, 4 de octubre de 2020

El vendedor de enciclopedias

Era un hombre bueno, en el sentido machadiano. Cuando yo era niño él vendía enciclopedias. Entonces no lo conocí, pero es posible que mi padre sí, porque en casa teníamos una de las que él vendía. Dicen que nunca se enfadó con nadie y aunque eso resulta difícil de creer estoy convencido de que es verdad. Le conocí hace solo cinco años, y unos meses después tomé café con él y le dije que su hija y yo nos íbamos a vivir juntos. "No te voy a explicar lo que es la convivencia, eso ya lo sabes, pero te voy a dar un consejo: comunicación", dijo y terminamos el café. Hoy se ha ido, no sé a dónde. Borges citaba a Malherbe: he vivido como todos, quiero morir como todos, quiero ir donde van todos. Pepe no era escéptico, era cordobés, que es otra corriente de pensamiento. Creo que él creía en el Paraíso, y eso es una ventaja. Se ha marchado pronto, de madrugada, para no llegar tarde a misa. Supongo que estará en algún lugar soleado, paseando sin mascarilla, y que allí el Madrid gana siempre, aunque juegue mal. No me importará acompañarte un día, Pepe, si hubiera gamba roja. 

domingo, 20 de septiembre de 2020

No cojas las acerollas

 


En las misas dominicales de las parroquias, por alguna extraña razón, el Padre Nuestro se cantaba con música de Simon & Garfunkel. Los jesuitas no eran gentes de parroquias y en aquellos finales de los años 70, ni siquiera eran gentes de misa. Andaba la teología de la liberación enredada en los sagrarios y los chavales de bachillerato partíamos el pan con los curas, que siempre era mejor que recibir unas hostias. En esas eucaristías sabatinas (siempre eran en sábado) cantábamos "No cojas las acerollas", porque los curas de mi colegio casi todos eran de Aragón y les gustaba mucho Labordeta. Además eso de "entre todos hay que levantar" recordaba mucho a lo de "a desalambrar" de Víctor Jara, que también lo cantábamos los sábados, aunque no creo que el Obispo de Alicante estuviera informado.

Nunca supe qué demonios eran las acerollas ni por qué había que dejarlas para el verano. Pero si a los curas les gustaba tanto esa canción, algún sentido debía tener. Nosotros nos fiábamos de su criterio y con ellos aprendimos que se podía ser cristiano y del PCE de Santiago Carrillo, cosa que hasta entonces no parecía posible, y que era mucho más coherente votar al PSP del viejo Profesor Tierno Galván que al PSOE tan de moda entre los niños pijos de Alicante, como nos dijo a media voz el padre espiritual de primer curso. Los policías, en las calles, iban de gris, y el manto de la Inmaculada era azul celeste, como siempre. 

Todo eso ya pasó, y como había que levantar, levantamos, aunque desalambrar no tanto. Algunos pegaban carteles y otros los despegábamos como un preciado tesoro de coleccionista. Los de la Liga estaban muy bien, muy rojos. Hicimos la Transición también nosotros, aunque ni siquiera éramos mayores de edad. Con el tiempo Labordeta empezó a salir en los televisores hinchándose a pan, vino y salchichón de pueblo. Después llegó al Congreso y daba gusto verlo. Ahora me doy cuenta de que hace diez años ya que se murió y que sigo sin coger las acerollas, dejándolas para el verano. Si él lo decía...