bienvenido a la última puerta, más allá solo hay silencio

domingo, 31 de octubre de 2021

Relojes

En casa no tenemos relojes. No hay en la cocina, ni en el salón, ni en la mesilla de noche, ni en ninguno de los lugares habituales. Un cierto sentido del transcurso del tiempo me permite saber, con un margen de error de cinco o diez minutos en qué momento del día estoy, y por lo general es suficiente. Eso sí, cuando voy a trabajar me pongo un reloj de pulsera: no es recomendable llegar tarde y, mucho menos, salir después de la hora.

La casa en la que viví antes estaba llena de relojes pero ninguno funcionaba. La mayoría se habían parado años atrás, y unos pocos marcaban la hora que querían. No nos importaba, nunca les hicimos caso. Incluso el reloj de sol del jardín, medio tapado por una buganvilla, servía de poco: los rayos solares le llegaban con dificultad. Ese desdén por saber la hora exacta me viene, pues, de antiguo. Dicen los taoístas que quien usa el compás y la regla tiene el corazón del compás y la regla. Así también el tiempo, medido a una escala inimaginable con relojes atómicos, hace al corazón esclavo de los milisegundos.

La realidad es que - apunta Rafa Cervera en su último libro - no nos queda tiempo. Desde que nacemos empezamos a perderlo irremisiblemente. Tenía yo veinte años, como la canción de Serrat, cuando asumí lo inevitable. Entonces vivía en casa de mis padres, en donde todos los relojes estaban en hora y las campanadas de los relojes de péndulo agrietaban mi cerebro en noches de insomnio. Poco después, en el desierto del verano madrileño, escribí en una buhardilla de la calle Carretas una docena de poemas y con ellos me despedí de la preocupación por el tiempo, como quien abandona una vieja camisa.

Desde entonces no miro la hora.

viernes, 15 de octubre de 2021

Dagniol, número 11, 2º


Me contó mi bisabuela Ana que a finales del siglo en que nació, el XIX, había un manantial en las Carolinas Bajas. Allí se llegaba de niña a llenar las garrafas de agua, con su madre. Cuando yo nací, aquel paraje deshabitado era ya un barrio de la ciudad, poblado por gentes de los oficios, artesanos, pequeños comerciantes y funcionarios del Estado, como mi padre y mi abuelo Ismael. Las calles estaban asfaltadas pero el alumbrado lo encendía un empleado del Ayuntamiento que pasaba todas las tardes y accionaba un interruptor inalcanzable en las fachadas. Jugábamos en la calle, a la pelota incluso, porque casi no circulaban coches. Había sitio de sobra para aparcar. Las casas, por supuesto, no tenían cochera, ni tampoco ascensor. Ninguna tenía más de tres alturas. Mi hermano y yo, y mis primas, que vivían en el primero, subíamos al terrado siempre que podíamos, y nos sentíamos en la cima del barrio porque veíamos los patios de las casas vecinas. El zapatero tenía un corral, con palomas y conejos. En la azotea de enfrente ensayaba un conjunto "ye-ye". La vida del barrio transcurría bajo nuestra mirada y al llegar el mes de junio hacíamos estallar petardos contra la calle.

En ese entorno, apacible y provinciano, viví hasta los quince años. En la esquina con Alcalá Galiano estaba la Heladería Susi, a donde mi madre me mandaba a por leche, que entonces se vendía en briks de cartón piramidal, y con el calor también a por agua cebada. En un bajo de la misma manzana de casas un vecino guardaba un burro y un carro de dos ruedas, y algunas mañanas descargaban cajas de hortalizas que traía un camión, tapadas por una lona. Al final de la calle, en el estanco, mi padre compraba la prensa y los domingos, después de misa, nos dejaba elegir tebeos. En algún momento sustituí al Capitán Trueno por el Disco Exprés. A dos calles hacia arriba estaba el cine Rialto, donde ponían películas de reestreno, y dos hacia abajo la Plaza de Toros, donde cogíamos el autobús de los jesuitas. Nunca tuve llaves de casa. Si al volver mis padres no estaban, sabía que el ventanuco de en medio no estaba cerrado del todo y podía meter la mano para abrir. En el zaguán habían dejado las llaves del piso. La vida tenía otro ritmo. 

Mi familia vendió la casa hace más de treinta años. Hace unas semanas andaba cerca y me alcancé a pasear por las calles de mi niñez. La casa estaba tan vieja que no era la misma. Estaba frente a ella y ella frente a mí. No sé si guarda mi memoria como yo guardo la suya. No sé si ella también me vio viejo, si me reconoció.