bienvenido a la última puerta, más allá solo hay silencio

viernes, 3 de diciembre de 2021

Doble rojo, doble azul


A los hermanos mayores de mis amigos les gustaban los Beatles, y mis amigos hablaban de los Beatles y de lo mucho que les gustaban a sus hermanos. Cuando eso sucedía tenía ocho o nueve años y los Beatles no se habían separado todavía. De algún modo pensaba yo que ser mayor, como los hermanos mayores de mis amigos, pasaba por dos cosas: dejarse el pelo un poco más largo y tener un disco de los Beatles. Con mi madre no tuve mucha suerte y seguí pasando por la peluquería como siempre. Mi padre, sin embargo, se ocupó de que mi carta a los Reyes Magos, que simplemente decía "un disco de los Beatles", así sin más, se materializara en el doble rojo. Mi padre se refería a la música pop con mucho respeto llamándola "música de negros" y yo pensaba que lo decía por desconocimiento. Más tarde supe que era él quien estaba en lo cierto.

El doble rojo fue mi primer elepé, y se salía de la superficie de mi pequeño tocadiscos como un sombrero gigante. Aprendí inglés a mi manera con las letras del disco y unos diccionarios del tamaño de una caja de cerillas, de tapas verdes y papel muy fino, propaganda de un laboratorio farmacéutico. Tenía diez años y me veía mayor, aunque solo a medias, porque los mayores llevaban el pelo más largo que yo. Dos años después los Beatles ya eran cosa del pasado y en casa tenía el single de Imagine. En El Corte Inglés de Valencia - en Alicante no había - me encontré con el doble azul y puse mi mejor sonrisa para que mi padre lo pasara por caja. Íbamos de vacaciones a Orihuela del Tremedal y se quedó en la maleta una semana entera, pero al regreso supe que existían las chicas con ojos caleidoscópicos y los campos de fresas y que yo soy él como tú eres él como tú eres yo y nosotros somos todos juntos. No fue fácil, porque no sé a quién se le ocurrió escribir las letras en negro sobre fondo azul.

Tuve todavía que esperar un par de años para poder llevar el pelo largo. Para entonces el profesor de música del colegio nos decía que toda la música pop derivaba de lo que habían hecho los Beatles. Nosotros protestábamos y le hablábamos de innumerables artistas que supuestamente lo desmentían. Nunca he sabido si lo decía por desconocimiento o por convicción, pero como siempre sucede nadie tiene toda la razón todo el tiempo. O eso cantaba Dylan. Fuese como fuese ha pasado medio siglo y esas canciones del disco rojo y del disco azul son, nota por nota, sílaba a sílaba, la memoria de una vibración que me hizo ver el cielo más luminoso, adivinar cómo sería coger de la mano a alguien, intuir que ser diferente era hermoso y deseable. Tal vez soy como soy porque un día quise tener un disco de los Beatles para ser como los hermanos mayores de mis amigos. 

Sitting on a cornflake waiting for the van to come...


viernes, 19 de noviembre de 2021

De otros tiempos, otros lugares, otros volcanes

 

Svínafellsjökull, Sur de Islandia, 27 junio, 2011

No siempre un glaciar es algo lejano, inaccesible. La lengua de Svínafellsjökull se te ofrece a cinco minutos a pie desde la Ring Road, la carretera principal de Islandia. Nada más llegar un ruido sordo nos avisa: un bloque de hielo acaba de desgajarse y caer al agua de la laguna. Un sendero de montaña y, al poco, el glaciar queda a nuestros pies, extrañamente teñido de gris oscuro casi negro. Estamos a finales de junio y la erupción del volcán Grímsvötn en mayo ha cubierto de ceniza la superficie del hielo. Así seguirá hasta las nieves del próximo invierno. No importa el color, estar tan a mano de la gigantesca extensión helada perturba el ánimo. Su falsa quietud, su descomunal grandeza. Aquí se perdieron hace cinco años dos jóvenes alemanes, a los que una estela de piedra recuerda. Nunca los encontraron, el glaciar nunca devuelve a sus muertos. Alguna grieta los engulló, y tal vez formen parte de él por incontables años, o quizá fueron arrastrados hasta el río subterráneo que fluye bajo el hielo. Un arco iris, en este atardecer sin tiempo, abre a lo lejos el camino hacia la cumbre más elevada de la isla, por encima de los dos mil metros y siempre blanca. Es hora de regresar.

(Diarios de viaje. Juan J. Vicedo)






domingo, 31 de octubre de 2021

Relojes

En casa no tenemos relojes. No hay en la cocina, ni en el salón, ni en la mesilla de noche, ni en ninguno de los lugares habituales. Un cierto sentido del transcurso del tiempo me permite saber, con un margen de error de cinco o diez minutos en qué momento del día estoy, y por lo general es suficiente. Eso sí, cuando voy a trabajar me pongo un reloj de pulsera: no es recomendable llegar tarde y, mucho menos, salir después de la hora.

La casa en la que viví antes estaba llena de relojes pero ninguno funcionaba. La mayoría se habían parado años atrás, y unos pocos marcaban la hora que querían. No nos importaba, nunca les hicimos caso. Incluso el reloj de sol del jardín, medio tapado por una buganvilla, servía de poco: los rayos solares le llegaban con dificultad. Ese desdén por saber la hora exacta me viene, pues, de antiguo. Dicen los taoístas que quien usa el compás y la regla tiene el corazón del compás y la regla. Así también el tiempo, medido a una escala inimaginable con relojes atómicos, hace al corazón esclavo de los milisegundos.

La realidad es que - apunta Rafa Cervera en su último libro - no nos queda tiempo. Desde que nacemos empezamos a perderlo irremisiblemente. Tenía yo veinte años, como la canción de Serrat, cuando asumí lo inevitable. Entonces vivía en casa de mis padres, en donde todos los relojes estaban en hora y las campanadas de los relojes de péndulo agrietaban mi cerebro en noches de insomnio. Poco después, en el desierto del verano madrileño, escribí en una buhardilla de la calle Carretas una docena de poemas y con ellos me despedí de la preocupación por el tiempo, como quien abandona una vieja camisa.

Desde entonces no miro la hora.

viernes, 15 de octubre de 2021

Dagniol, número 11, 2º


Me contó mi bisabuela Ana que a finales del siglo en que nació, el XIX, había un manantial en las Carolinas Bajas. Allí se llegaba de niña a llenar las garrafas de agua, con su madre. Cuando yo nací, aquel paraje deshabitado era ya un barrio de la ciudad, poblado por gentes de los oficios, artesanos, pequeños comerciantes y funcionarios del Estado, como mi padre y mi abuelo Ismael. Las calles estaban asfaltadas pero el alumbrado lo encendía un empleado del Ayuntamiento que pasaba todas las tardes y accionaba un interruptor inalcanzable en las fachadas. Jugábamos en la calle, a la pelota incluso, porque casi no circulaban coches. Había sitio de sobra para aparcar. Las casas, por supuesto, no tenían cochera, ni tampoco ascensor. Ninguna tenía más de tres alturas. Mi hermano y yo, y mis primas, que vivían en el primero, subíamos al terrado siempre que podíamos, y nos sentíamos en la cima del barrio porque veíamos los patios de las casas vecinas. El zapatero tenía un corral, con palomas y conejos. En la azotea de enfrente ensayaba un conjunto "ye-ye". La vida del barrio transcurría bajo nuestra mirada y al llegar el mes de junio hacíamos estallar petardos contra la calle.

En ese entorno, apacible y provinciano, viví hasta los quince años. En la esquina con Alcalá Galiano estaba la Heladería Susi, a donde mi madre me mandaba a por leche, que entonces se vendía en briks de cartón piramidal, y con el calor también a por agua cebada. En un bajo de la misma manzana de casas un vecino guardaba un burro y un carro de dos ruedas, y algunas mañanas descargaban cajas de hortalizas que traía un camión, tapadas por una lona. Al final de la calle, en el estanco, mi padre compraba la prensa y los domingos, después de misa, nos dejaba elegir tebeos. En algún momento sustituí al Capitán Trueno por el Disco Exprés. A dos calles hacia arriba estaba el cine Rialto, donde ponían películas de reestreno, y dos hacia abajo la Plaza de Toros, donde cogíamos el autobús de los jesuitas. Nunca tuve llaves de casa. Si al volver mis padres no estaban, sabía que el ventanuco de en medio no estaba cerrado del todo y podía meter la mano para abrir. En el zaguán habían dejado las llaves del piso. La vida tenía otro ritmo. 

Mi familia vendió la casa hace más de treinta años. Hace unas semanas andaba cerca y me alcancé a pasear por las calles de mi niñez. La casa estaba tan vieja que no era la misma. Estaba frente a ella y ella frente a mí. No sé si guarda mi memoria como yo guardo la suya. No sé si ella también me vio viejo, si me reconoció.

jueves, 23 de septiembre de 2021

El paciente cero y los pájaros carpintero

 

Con el otoño he recuperado mis paseos a media mañana. Ha pasado demasiado tiempo desde el último, un día cualquiera de marzo, hace año y medio. En aquellos días los informadores, los epidemiólogos y los gobernantes andaban muy ocupados con la búsqueda del paciente cero. Al parecer era muy importante encontrarlo. Había varios pacientes cero: uno desconocido, en un mercado asqueroso de una ciudad china, era el verdadero origen, como Adán lo fue de la especie humana; otro, un ingeniero chino que trabajaba en Alemania, había introducido la peste en Europa; uno más, un turista alemán al que impedían salir de su habitación en un hotel de Tenerife, era el foco desde el que podía dispersarse el virus en territorio español. La insularidad de las Canarias no nos salvaba. Eso, al menos, era cierto. Aquí no se salva ni Dios, como ya dejó escrito Blas de Otero. El profeta de los telediarios, que ahora se ha rapado las greñas, dijo lo contrario: que habría uno o dos casos nada más. Pero nos encerraron, durante meses, nos vendieron mascarillas que no podías rehusar, y el contador de muertes empezó a sumar. Y se me acabaron los paseos, hasta ayer.

En aquellos días llamé por teléfono a muchos amigos y conocidos. Sabía que estaban vivos porque compartían eso que llamamos "contenido" en las redes sociales. Les llamé para hablar con ellos, para escuchar su voz por si acaso nunca más podía hacerlo. A cualquiera de nosotros le podía salir el naipe. La muerte estaba ahí, era una escalera de color hacia la oscuridad, rodeado de nadie, cambiando la soledad de la agonía por un saco con una etiqueta camino del crematorio. El ministro competente anunció que los contagiados podían ser internados forzosamente en los polideportivos que habían quedado sin uso. Crematorios. Gulags. En el abandono de las interminables semanas de aquel mes de abril que no existió, marcaba números de mi agenda, escuchaba cómo alguien descolgaba al otro lado. 

De esas tardes de soledad compartida, esperando que ella volviera del trabajo, recuerdo a Ramiro Domínguez contándome que escuchaba a los pájaros carpintero desde su ventana. Los libros eran nuestra salvación. Cuando hablé con Miguel López me recomendó los horizontes sin fin de "En la Patagonia", de Chatwin, y Ana Hortelano "A propósito de nada", las memorias de Woody Allen. Rafa Cervera, con quien me escribía, me hizo llegar su nuevo libro "Porque ya no queda tiempo" y en sus páginas leí que en la vida hay que dejarse herir por lo que es hermoso. Supe, en esos días, o tal vez solo confirmé lo que ya sabía, que esa propuesta es irrenunciable. Cuando meses después, el virus y mis anticuerpos jugaron sus cartas durante tres inciertas semanas, cada noche leía "El poder de las preguntas", de Miguel López, y cada mañana me despertaba con la respuesta del amanecer, hermoso, limpio y claro.

lunes, 23 de agosto de 2021

Las tijeras de mi padre

 


A unos pocos metros de la frontera entre Alicante y Campello delimitada por una acequia sin agua, estaba la casita de mis abuelos donde pasábamos los veranos. Solo entrábamos bajo techo para dormir, y los meses transcurrían bajo el sol y las estrellas. La playa, la de Muchavista o la de San Juan, según donde plantaras la sombrilla, estaba a trescientos metros de la casa, y no había socorristas. De las muchas cosas cotidianas que hacían diferentes esos meses, recuerdo estos días a mi padre y a mi abuelo Rafael podando el seto de gandules, que crecía irrefrenable hasta alcanzar proporciones gigantescas si no se actuaba a tiempo. Como si los viera, el torso desnudo, los pantalones cortos de color caqui, tijeras en mano, sudorosos. Mi hermano y yo ayudábamos apilando la poda al otro lado de la valla, dejando que se secara en apenas un par de días antes de prenderle fuego. Sí, estaba permitido hacer fuego, y era divertido, al menos para nosotros. Hoy ya no existe aquel lugar de mi infancia, pero cada mes de agosto empuño las tijeras de mi padre. Tengo un seto que podar. Pero echo en falta la hoguera y, sobre todo, la inocencia de aquellos ojos que miraban el fuego.

sábado, 14 de agosto de 2021

Zóbel

Cuenca, 1 junio, 2021

Aquí la reescritura es un ejercicio común: el convento de San Pablo se hizo parador de viajeros y las casas colgadas engendraron un estallido de vanguardia artística. Cuenca entera es una página antigua escrita a lápiz, donde algunas palabras se borran para que alguien escriba otras nuevas. En el museo que Fernando Zóbel conjuró sobre la hoz del Huécar tuve siendo niño mi bautismo de color y atrevimiento, descubrí formas que antes no habría imaginado, lienzos surgidos del fuego y de la arena, del núcleo planetario y la expresión de los cielos que no vemos sino un instante. Zóbel, Sempere, Torner, Saura, Manrique…, la ruptura genial con la España polvorienta y provinciana en la que nací y que pronto iba a cambiar. Cuenca esconde quiebros del pasado en cualquier esquina. 

(Diarios de viaje. Juan J. Vicedo)

viernes, 13 de agosto de 2021

Espacio Torner

 

Cuenca, 3 junio, 2021.

Gustavo Torner midió con los colores de la mente la iglesia del antiguo convento de San Pablo, su geometría, su espacio, y al hacerlo encontró un camino hacia el infinito en el que la belleza y el tiempo se encuentran. Un obispo lo consintió, consciente quizá de que lo sagrado perdura en lo profano y que nada es más efímero que la inmortalidad. Paso una a una las páginas del catálogo antes de comprarlo, de la primera a la última, absorto en la recreación imposible de lo que ya he visto minutos antes expuesto en la nave del templo. Ni siquiera me doy cuenta de la mirada de incredulidad de la empleada del museo. Torner se me ha adueñado de una ensenada del espíritu, como hace medio siglo hizo Zóbel.

(Diarios de viaje. Juan J. Vicedo)

miércoles, 4 de agosto de 2021

En los palcos


Nunca se lo había dicho, pero hace unos días lo hice, después de cuarenta años. Luis Cremades transformó mi visión de la poesía. Luis nació en 1962, yo en 1961. Esa distancia es insignificante, pero cuando tienes dieciocho tú eres el mayor y el otro es el pequeño, el que te mira desde un peldaño más abajo, el que será como tú cuando tú ya no lo seas. Luis, suavemente, subió la escalera, miró a lo lejos y dejó ver que había otro lugar al que ir. Se fue despacito hacia allá (siempre andaba despacio) y de algún modo me señaló que mi tiempo ya no era el suyo, que había un catálogo de significados por descubrir, que eso que se veía en el horizonte en 1979 era el fin de siglo.

Luis y yo nos conocimos en los Jesuitas, y allí nos quedamos al timón de una aventura llamada "Cabaret", una revista literaria ciclostilada y narcisista, como debe ser la poesía. Yo mismo había participado en su fundación, un año antes. Los que escribíamos en ella éramos horriblemente clásicos y vulgares, por no decir otra cosa: imitábamos, si podíamos, a Neruda, a Celaya, a Blas de Otero, a León Felipe. Luis no, él tenía su propio lenguaje. Y su visión de los sucesos no se parecía en nada a la nuestra. Era capaz de escribir sobre el hecho de escribir, sin más trascendencia. No como los demás, que creíamos en la función social de la poesía y en su utilidad como pañuelo de desamores. A él le parecía más interesante dar vuelo a las palabras y anunciar cosas como "Se buscan / gitanas vestidas / caballeros desnudos / y amor". Con versos como ese y el pseudónimo "Amós" me había saltado por encima en el certamen colegial de 1978, cuyo jurado presidía Juan Luis Mira. Mil quinientas pesetas. Se las llevó Luis, pero yo conservo su original, y no he dejado de leerlo desde entonces. Creo que salí ganando.

En 1982 estaba él en Madrid. Fui a verle y me dio una copia de algunas páginas de la revista Poesía, en la que había presentado Vicente Molina Foix a "5 poetas del 62". Mario Míguez, Leopoldo Alas, Amadeo Rubio, Alfredo Francesch y el propio Luis eran la avanzadilla de una nueva forma de entender esto de emborronar cuartillas. Ahí estaban sus fotografías, con ese deje ya entonces de ambigüedad y festivo desafío, de marginalidad exquisita y elegante distancia, que se reflejaba en los versos que leí por primera vez esa mañana de domingo. Había un poema de Leopoldo Alas, En los palcos. Con él comprendí a dónde me había ido llevando pacientemente Luis, a donde tal vez nunca podría llegar por mí mismo. No le volví a ver hasta una década más tarde. Era él ya un autor reconocido. Yo, por mi parte, dedicaba mi tiempo a aburridos escritos jurídicos, que exigían todos mis sustantivos, verbos y adverbios, pero muy pocos adjetivos. Había aparcado la exigente búsqueda de mi propio lenguaje, pero llevaba su enseñanza en mis bolsillos.

En los palcos, poema de Leopoldo Alas


viernes, 12 de marzo de 2021

Un año robado

Cumplir 59 años me pareció entonces un momento interesante en mi vida. Era la despedida de la cincuentena. Pero se convirtió en el adiós al futuro: ese mismo día ya se sospechaba que algo iba a suceder, y en los supermercados se vaciaban las estanterías. Hace ya doce meses de eso, de la abdicación de todo plan, de la renuncia a imaginar el mañana, de la cercanía de la soledad, la enfermedad o la muerte. Un año en el que las fronteras se me movieron desde los Pirineos a la Aitana y, durante meses, a la muchamelera colina del Calvari. A veces la frontera era mi propia alma. ¿Quién me ha robado el mes de abril?, cantaba Sabina. Si solo hubiera sido abril... Un amigo me dijo hace poco que tenía la sensación de que nos había sido robado un año entero. Una deidad maligna, los gobiernos, los chinos... da igual, no es necesario buscar culpables, nos falta un año. Voy a entrar ya en los sesenta, una cifra que en mi niñez identificaba yo con la ancianidad. Los Beatles también creían que a partir de esa edad la vida era otra: when I get older, losing my hair. Hoy miro atrás, a este año robado, busco algo en él que quiera recordar y me veo como Woody Allen recitando ante un magnetófono mis razones: el ruido de la llave cuando ella llegaba a casa, el libro que escribí mojando cada frase en el vaso de whisky, la voz de mis amigos al teléfono lejos de mí y tan cerca, un ramo de novia con flores cogidas del jardín una noche sin luna, la última cerveza junto a un hombre bueno. Mientras esas cosas sucedían y otras dejaban de suceder, el mundo siguió girando y desde mi ventana cada atardecer era diferente.


Si no puedes ver el cielo, pincha el enlace https://youtu.be/4oF9tlqWr3A



viernes, 12 de febrero de 2021

¿Hay vida en Marte?

Sexto día. Manos de cera, blancas como las de Nosferatu. No importa: no tengo fiebre, respiro bien. Ayer sentí como si me hubiera caído por la escalera, rebotando de espaldas en cada escalón, dieciséis escalones. En realidad me estaba lavando los dientes, pero me dolió igual, durante horas. Estoy bien, duermo bien, y respiro y no tengo fiebre. Se acerca el séptimo día, la frontera de lo desconocido. Leo para tener la mente puesta lejos de mí, para no interrogarme sobre cada síntoma nuevo del carrusel caótico en el que vivo. Miguel López, el poder de las preguntas. Berlanga, el último austrohúngaro. Rosa está en otra habitación de la casa, hablamos por teléfono, a veces la llamo para leerle un párrafo que me ha gustado. Me dice que ha perdido el gusto, solo distingue el sabor de las aceitunas. Sangre andaluza.

Décimo día. Estamos fuera de peligro, pero no puedo ordenar una estantería sin sentir que me falta el aire. No importa: hemos cruzado la frontera. Dentro de unos días, o unas semanas, o un mes, volveremos a ser como antes, a sentir como sentíamos, a fatigarnos solo cuando queramos. Eso dicen. Nadie sabe nada. No saben cómo protegernos, no saben cómo curarnos, a veces tampoco saben cómo salvarnos de la muerte. No hay garantías, solo estadísticas. Contra esta enfermedad luchas en solitario, a veces también en soledad, esperando el desenlace de la batalla. Imaginas al enemigo explorando todo tu cuerpo: ese dolor de cabeza persistente es él, esos pinchazos en las piernas son él, ese dolor repentino en las yemas de los dedos también, esa náusea inesperada es él explorándote, la temida tos te dice que él está ahí. Imaginas esas partículas diminutas que no aciertas a definir pero que son parte de ti y le están cerrando las puertas, una tras una, y te dices que todo va bien. Pero solo sabes que no va mal.

Nadie sabe nada, y no sirve de nada preguntar a los murciélagos si es verdad que fueron ellos. No contestarán. Hemos fracasado, en su estatura gigantesca el ser humano se hunde en la ciénaga de su ignorancia. En diciembre de 2019 estábamos orgullosos del último avance tecnológico, de la sofisticada arquitectura del último microchip, y un virus de ridícula apariencia, una pelotita con brazos, se burla de nosotros desde entonces y nadie sabe cómo pararlo. Somos capaces de llegar a Marte, pero nunca resolveremos si hay vida allí. Miro por la ventana esta mañana, veo la niebla. Sé que detrás hay vida. Lo anoto en mi cuaderno de certezas. 


sábado, 30 de enero de 2021

¿Habéis bailado alguna vez esta canción?

Gabi murió hace ya tiempo. De los demás, de Bruno, César, Pepe y Pedro, no sé casi nada. De algunos, nada. Teníamos quince años, una edad en la que el horizonte siempre es azul y despejado, aunque solo hasta ciertas horas: por la noche había que volver a casa, aunque la ciudad entera estuviera en fiestas. Quince años, entonces, significaba estar todavía a seis de distancia de la mayoría de edad, pero el curso había acabado y teníamos todo el día libre. No sé cómo ni por qué pero aquella tarde de Hogueras la pasamos en una cochera vacía de alguna calle que no recuerdo en el barrio de El Pla, la persiana a medio bajar, las bombillas a medio encender. Había chicas, aunque no sé sus nombres, creo que nunca las volví a ver. Esas muchachas vestidas de verano eran quienes daban su verdadero sentido a la tarde. Sin su presencia nada hubiera sido igual, no podría haberlo sido. Solo porque ellas estaban con nosotros la oscuridad temblaba, levemente intuíamos posibilidades apenas imaginadas. La tibia atmósfera de aquel encierro voluntario tenía el aroma de la libertad. Oíamos las voces del exterior, algún que otro petardo, los coches que de vez en cuando pasaban por la calle estrecha y poco transitada, y sobre todo nuestra música, la que nos hacía sentir protagonistas de algo todavía por definir. 

La música y el humo del tabaco negro lo envolvían todo y las bebidas que preparábamos como alquimistas tenían nombres, vaca verde o lumumba, que nos evocaban elixires clandestinos. Habíamos llevado un tocadiscos, unos bafles, y un puñado de elepés, los que nos gustaban. Era el verano de "I love to love" y de "Sabato Pomeriggio", de canciones con las que habríamos podido bailar, pero no las teníamos, y en el garaje, mientras estábamos inmersos en un ritual tan trivial como fascinante, sonaban Grand Funk, Lou Reed, y también Billy Cobham, su disco "Spectrum": a todos nos gustaba mucho "Red Baron". Con las primeras notas de "Europa", de Santana, alguien tomó por la cintura a una de las chicas. Era la señal, pero no podía durar mucho, la canción se iba por otros derroteros en menos de tres minutos. Bailar pegados no era así, y Sergio Dalma ni siquiera existía. Creo que fue Gabi quien tuvo la intuición: había una canción en uno de aquellos discos, lenta en su cadencia, oscura en su caricia, perversa en su delicioso dejarse ir. Una canción que no debía haber estado en ese disco, pero acabó en él porque la censura del régimen eliminó otra, "Heroin". Era lo que necesitábamos. Esa tarde sonó varias veces y con cada una de ellas se formaron parejas que se deshicieron al terminar, conexiones furtivas y efímeras de su melodía cómplice. Lou y sus amigos paseaban por el lado salvaje mientras nosotros entrábamos por la gloriosa puerta de la adolescencia.

Unas horas después bajamos hasta la playa. Hoy vislumbro desde otro siglo el rostro de la chica cuyo nombre borró el tiempo, su camiseta a rayas azules y blancas, su cabello ondeando en la noche, rescato la fragancia de su colonia. Por la megafonía de los autos de choque de El Cocó se oía, entonces sí, a Tina Charles. 

martes, 12 de enero de 2021

Yo que creí que la luz era mía

 


... y yo que quería hablar de la luz y no de la sombra. El paso de un año infausto a otro incierto ha dejado a dos personas amigas a merced de lo desconocido. El virus. El cáncer. Demasiada oscuridad para empezar enero. En nuestra casa hay dos luces encendidas, por él, por ella. Hasta que vuelvan con sus familias, hasta que volvamos a encontrarnos. Porque ya lo escribió el poeta que creía que la luz era suya: siempre hay un rayo de sol que deja la sombra vencida.