bienvenido a la última puerta, más allá solo hay silencio

jueves, 23 de septiembre de 2021

El paciente cero y los pájaros carpintero

 

Con el otoño he recuperado mis paseos a media mañana. Ha pasado demasiado tiempo desde el último, un día cualquiera de marzo, hace año y medio. En aquellos días los informadores, los epidemiólogos y los gobernantes andaban muy ocupados con la búsqueda del paciente cero. Al parecer era muy importante encontrarlo. Había varios pacientes cero: uno desconocido, en un mercado asqueroso de una ciudad china, era el verdadero origen, como Adán lo fue de la especie humana; otro, un ingeniero chino que trabajaba en Alemania, había introducido la peste en Europa; uno más, un turista alemán al que impedían salir de su habitación en un hotel de Tenerife, era el foco desde el que podía dispersarse el virus en territorio español. La insularidad de las Canarias no nos salvaba. Eso, al menos, era cierto. Aquí no se salva ni Dios, como ya dejó escrito Blas de Otero. El profeta de los telediarios, que ahora se ha rapado las greñas, dijo lo contrario: que habría uno o dos casos nada más. Pero nos encerraron, durante meses, nos vendieron mascarillas que no podías rehusar, y el contador de muertes empezó a sumar. Y se me acabaron los paseos, hasta ayer.

En aquellos días llamé por teléfono a muchos amigos y conocidos. Sabía que estaban vivos porque compartían eso que llamamos "contenido" en las redes sociales. Les llamé para hablar con ellos, para escuchar su voz por si acaso nunca más podía hacerlo. A cualquiera de nosotros le podía salir el naipe. La muerte estaba ahí, era una escalera de color hacia la oscuridad, rodeado de nadie, cambiando la soledad de la agonía por un saco con una etiqueta camino del crematorio. El ministro competente anunció que los contagiados podían ser internados forzosamente en los polideportivos que habían quedado sin uso. Crematorios. Gulags. En el abandono de las interminables semanas de aquel mes de abril que no existió, marcaba números de mi agenda, escuchaba cómo alguien descolgaba al otro lado. 

De esas tardes de soledad compartida, esperando que ella volviera del trabajo, recuerdo a Ramiro Domínguez contándome que escuchaba a los pájaros carpintero desde su ventana. Los libros eran nuestra salvación. Cuando hablé con Miguel López me recomendó los horizontes sin fin de "En la Patagonia", de Chatwin, y Ana Hortelano "A propósito de nada", las memorias de Woody Allen. Rafa Cervera, con quien me escribía, me hizo llegar su nuevo libro "Porque ya no queda tiempo" y en sus páginas leí que en la vida hay que dejarse herir por lo que es hermoso. Supe, en esos días, o tal vez solo confirmé lo que ya sabía, que esa propuesta es irrenunciable. Cuando meses después, el virus y mis anticuerpos jugaron sus cartas durante tres inciertas semanas, cada noche leía "El poder de las preguntas", de Miguel López, y cada mañana me despertaba con la respuesta del amanecer, hermoso, limpio y claro.