En aquellos días llamé por teléfono a muchos amigos y conocidos. Sabía que estaban vivos porque compartían eso que llamamos "contenido" en las redes sociales. Les llamé para hablar con ellos, para escuchar su voz por si acaso nunca más podía hacerlo. A cualquiera de nosotros le podía salir el naipe. La muerte estaba ahí, era una escalera de color hacia la oscuridad, rodeado de nadie, cambiando la soledad de la agonía por un saco con una etiqueta camino del crematorio. El ministro competente anunció que los contagiados podían ser internados forzosamente en los polideportivos que habían quedado sin uso. Crematorios. Gulags. En el abandono de las interminables semanas de aquel mes de abril que no existió, marcaba números de mi agenda, escuchaba cómo alguien descolgaba al otro lado.
De esas tardes de soledad compartida, esperando que ella volviera del trabajo, recuerdo a Ramiro Domínguez contándome que escuchaba a los pájaros carpintero desde su ventana. Los libros eran nuestra salvación. Cuando hablé con Miguel López me recomendó los horizontes sin fin de "En la Patagonia", de Chatwin, y Ana Hortelano "A propósito de nada", las memorias de Woody Allen. Rafa Cervera, con quien me escribía, me hizo llegar su nuevo libro "Porque ya no queda tiempo" y en sus páginas leí que en la vida hay que dejarse herir por lo que es hermoso. Supe, en esos días, o tal vez solo confirmé lo que ya sabía, que esa propuesta es irrenunciable. Cuando meses después, el virus y mis anticuerpos jugaron sus cartas durante tres inciertas semanas, cada noche leía "El poder de las preguntas", de Miguel López, y cada mañana me despertaba con la respuesta del amanecer, hermoso, limpio y claro.
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