bienvenido a la última puerta, más allá solo hay silencio

miércoles, 31 de agosto de 2022

En las terrazas muere agosto

 

Playa de Muchavista, 1968

No había acabado todavía la década de los 70 cuando en las tardes y noches de agosto junté versos que, brotándome a borbotones, hablaban del transcurso del tiempo. Tenía yo diecisiete años y una repentina conciencia de que la vida corría más rápido de lo que parecía. Ser adolescente, haber superado la infancia, era una conquista pero no iba a durar. El tiempo se precipitaba como un premio que escondía una condena, ser para dejar de ser, un continuo dejar atrás el camino andado. 

En aquellos días se adivinaba ya que la playa, tal como la conocimos, iba a desaparecer para siempre. La fotografía en blanco y negro en la que diez años antes mi hermano se me escapa a la carrera representaba ese pasado, sin apenas bañistas, sin edificaciones mastodónticas en primera línea, un amplio espacio de quietud, en el que el sol y la sal te hacían sentir libre, dueño de todo el azul y toda la arena. 

Escribí entonces:

la noche sin luna es en el mar y la playa
cerrada y densa y poblada de aromas
se extiende abraza silencia besa
por los bancales deshechos hasta las tibias casas

Agosto tenía ese sabor a final de ciclo, a puerta del cambio, como también lo tenía diciembre, de otro modo. Después de agosto y el clima variable de las cabañuelas, septiembre era un mes luminoso, que invitaba a caminar por él. Mi padre cogía entonces las vacaciones, el mar estrenaba otro color, las noches se vestían de estrellas, y el horizonte rotundo de los días escondía bajo la falsa apariencia del eterno retorno la innegable razón de la existencia, pasar y no volver. El último de los poemas que escribí se cerraba así, y con él se clausuraba también un tiempo, el de mi adolescencia:

la distancia es un sueño de luz o labios
en las terrazas muere agosto

domingo, 26 de junio de 2022

A las doce de la noche

 

Hace ya mucho tiempo que las fiestas de Hogueras no empiezan el día de San Luis, el del solsticio. Varios días antes la ciudad entera es un laberinto por el que resulta difícil moverse, incluso a pie, y el derecho a molestar hace del día un fastidio y de la noche un lugar inhóspito. El ruido se escucha a ocho kilómetros, un fragor de miles de músicas urbanas y centenares de miles de conversaciones a gritos que solo se detiene con la luz del alba. Entonces el ejército de orcos y uruk-hais que tu mente imaginaba se esconde otra vez en las minas de Moria. El olor de los orines agrieta el aire irrespirable, y las suelas de los zapatos se despegan con dificultad de las baldosas. Así es durante una semana, hasta que el fuego lo consume todo en la noche de San Juan, y nada ha sucedido realmente.

Es entonces cuando la belleza toma al asalto El Postiguet, a las doce de la noche, durante cinco días. Es un éxtasis de colores en el cielo, la quietud negra de las aguas, el trueno que despierta una reverencia telúrica en el espíritu. Es el deseo o su recuerdo, que desnuda al verano recién estrenado, la caricia de un cuerpo que está o estuvo a la distancia de un beso. En cada cohete que busca las alturas vuela un jirón de tu alma, en cada luz que brota del mar se bañan tus años, los que has vivido, los que todavía te quedan por vivir. Cada explosión en forma de palmera de luz es a la vez asombro infantil y memoria de lo desconocido, certeza y sensualidad. Después el silencio.

lunes, 23 de mayo de 2022

Fin de curso

Hace ya catorce años que volví a la Universidad, un cuarto de siglo después de haberme ido. Los universitarios salpicaban las cespederas de una ciudad en miniatura, y en un rincón del inmenso parque encontré los viejos barracones militares donde nosotros subrayábamos el Kunkel y el Castán, pero el resto de edificios eran nuevos, muy nuevos. Incluso el viejo aeroclub, donde pasábamos la hora de historia del derecho entre cafés, copas de magno y partidas de flipper, estaba cambiado y no había ni rastro de la pista de aterrizaje. Si en aquellos felices años ochenta la conciencia de futuro había sido un lujo que no nos permitíamos, en este nuevo escenario la sola idea de futuro es un imposible, una herejía: no hay futuro cuando hay tanto presente. En lo académico, la Universidad se seguía y se sigue pareciendo a mi recuerdo: las mismas lecciones, los mismos modos de enseñar, la maquinaria puesta al servicio de la obtención de un título. Nada de eso cambiará, pero desde entonces cada fin de curso me digo que el regreso valió la pena: por intentar llevar la vida real a las aulas, por disfrutar de los días claros de una juventud que ya no es la mía. Por sentir, en cada curso que termina, que el mundo sigue imparable, que nuevos rostros y nuevas voces hacen diferente lo que es igual.

 


viernes, 1 de abril de 2022

A veces quemo libros (Motomami)

A veces quemo libros. Empecé hace algo más de una década, para hacer sitio en mi biblioteca. Libros de páginas amarillentas, difícilmente legibles. Ardían bien en la chimenea. Mi amigo Javier Arenas, psicoanalista translacaniano, se escandalizó al saber que había dado al fuego la autobiografía de Freud y los tres volúmenes de "La interpretación de los sueños". Sin darme cuenta le cogí gusto, y saqué de un arcón libros arrumbados que en su día no había acabado de leer. Cuando era joven me aferraba a los libros hasta el final, convencido de que en cualquiera de ellos hay una frase que merece ser salvada. El primero del que renuncié a encontrarla fue "Auto de fe" de Canetti, quizá lo empecé esperando algo distinto y acabé desentendiéndome. Me pareció justo que precisamente ese libro fuera el primero en alimentar el fuego. Otro amigo me dijo que solo los nazis quemaban libros, pero no me sentí mal. 

En ocasiones aún quemo libros. Ya no tengo los que el tiempo degradó ni aquellos viejos cuya lectura abandoné. Ahora quemo errores, libros que compro y que me defraudan. No son muchos, porque sigo encontrando en cada libro una justificación de existir. Incluso los que quemo la tienen, pero no para mí. El último que entregué al rito purificador hablaba mucho de su autor y bastante poco de quien se suponía que era el protagonista. Antes que este quemé uno en el que la expresión "la ciudad portuaria de Duluth" aparecía demasiadas veces en las cien primeras páginas. Quizá soy muy exigente, pero cada uno tiene sus gustos y también sus manías, y en invierno hace frío. 

Los discos son libros que no arden, que no tienen la oportunidad de redimirse en la hoguera. Por eso soy muy cuidadoso al elegirlos. Por eso no me imagino comprando un disco que combine el trap, el reguetón, la cumbia y eso que ahora llaman R&B. No me seduce ninguna de esas músicas, ni la fusión entre flamenco y música electrónica. No lo escucharía, me ocuparía un sitio que empieza a escasear en casa y nunca saldría de su funda. Puede ser un gran disco o no serlo, eso me da igual. Se trata de una simple cuestión de gustos. Todo se reduce a eso. Los libros, los discos, el fuego.


lunes, 14 de marzo de 2022

Peregrinos

 

Damien Jurado, Alicante, 12 marzo, 2022.
Fotografía de C. José Pita

"Éramos buscadores laicos, peregrinos en busca del rastro de la belleza que había dejado el arte", escribió Luis Cremades hace años en "El invitado amargo", recordando un viaje a Italia. Yo lo leo estos días por primera vez, deslumbrado. Si suprimo el final de la frase, que la contextualiza, el enunciado se hace amplio, universal, y recoge lo que a estas alturas de la vida, recién cumplidos 61 años, creo que es -junto al amor- la única gran búsqueda. No la búsqueda de la verdad, que mis maestros pretendieron inculcarme en el colegio y en la universidad, sino la belleza. La verdad no existe y la belleza sí, y existe más allá de donde somos capaces de verla. Le digo estas cosas a Luis en una carta urgente, y se lo digo también a Rosa mientras extiendo la mermelada de jengibre sobre la tostada y el café humea en nuestras tazas. Y porque me parece importante lo comparto con vosotros, sin saber cuántos ni quiénes me leéis desde algún lugar en la distancia y la sombra. 

Le veo en el silencio de una sala en Mantua, disfrutando a su manera "de la compañía de una obra de arte, del efecto que produce una exposición continuada, la observación desatenta, dejando la analítica y los detalles como algo inútil”, y me reconozco en esas palabras, me veo en la escucha de un disco o en la experiencia de un concierto, en esta faceta a la que el azar me ha llevado en los últimos años, en esas reseñas en las que casi por obligación dejo caer algunos datos y algunos nombres de canciones, pero en las que solo me importa la emoción o la belleza. Y la noche del sábado mientras Demian Jurado susurra oraciones laicas en el escenario de Las Cigarreras, olvidada conscientemente mi cámara de fotos en la chaqueta, me abandono al río neblinoso y tibio de su voz, sabiendo que no voy a escribir ninguna crónica al día siguiente, que me estoy bañando desnudo y que donde nado no hay conocimiento ni palabras, solo la experiencia o el asombro.