Un día ya lejano, viendo a los niños jugar en el parque, me dio por pensar que la vida es un tobogán: se suben los peldaños, paso a paso, y después se desciende sin etapas, velozmente. Habían quedado atrás mis años escolares, todo aquello que había empezado una mañana desapacible, como eran las mañanas de octubre de mi infancia. Recordé entonces cómo mi madre me abrochaba el uniforme del colegio en el salón de casa, y que con ese gesto era yo expulsado del paraíso y empujado a una larga travesía para ocupar un sitio en el mundo de los adultos. Subí al autobús y no recuerdo más de ese día.
De los primeros años, la Primaria, me queda sobre todo la imagen del recreo, un bullir desmesurado de niños con delantal a rayas jugando varios partidos de fútbol a la vez en cada campo; haciendo cola para beber en las fuentes; corriendo hacia el edificio al oír la sirena para formar al estilo militar. Los castigados daban vueltas en fila por la acera durante el tiempo de recreo. Me queda también la luminosidad del último día de clase, respirando verano. Todos, sin excepción, nos llamábamos unos a otros por el apellido, pero cuando llegamos al bachillerato no solo nos llamábamos por nuestros nombres de pila sino que tuteábamos a los profesores y los llamábamos también a ellos por sus nombres. Algunos curas nos trajeron filosofía y marxismo en el mismo cesto que la espiritualidad, pero para nosotros acabaron siendo más fuertes el rock'n'roll, la cerveza y las motos. Cuando me fui, el viento estaba cambiando otra vez, pero para entonces teníamos ya nuestra propia música en los oídos.
El último año teníamos las tardes libres, y las pasé en el barrio antiguo, a medio camino entre el "Bar Luis" y "El loro", con Fernando Arenas y Antonio Soria. Bebimos muchos litros de cerveza y mucho ron negrita con coca-cola, y probamos unas cuantas cosas. Jugábamos a ser librepensadores (qué tontería, al hacerlo dejábamos de ser libres, nos atábamos a un concepto). Filosofábamos sobre cualquier cosa, coqueteábamos indistintamente con la religión y con el ateísmo y, al menos hasta la primavera, no caímos en la trampa de enamorarnos. La vuelta a casa por la cuesta de la calle Villavieja abría un espacio inmenso hacia el cielo, y se dejaba sentir el mar antes de verlo. Teníamos toda la vida por delante y nos gustaba. Estábamos, sin saberlo, en lo alto del tobogán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario